martes, 26 de mayo de 2020

El uso incorrecto de la palabra teoría


Soy de los primeros en opinar que los idiomas están ahí para transformarse. El ser humano es dueño de los idiomas por lo que uno puede usarlos a su gusto; o sea, es capaz de modificarlos y hacer que evolucionen. Al final, los idiomas hablados hoy día son producto de décadas de uso. Por ejemplo, el español que usted y yo hablamos no era igual hace 500 años. Se ha agregado vocabulario, cambiado reglas gramaticales y modificado el uso de las letras en las palabras. Todo ello y más es producto de la cultura cambiante entre otros factores no menos relevantes.

Sin embargo, que seamos dueños de los idiomas no nos otorga el derecho de arruinarlos y destrozarlos. Como aquella moda de reemplazar las letras o y a por una e para poder crear palabras anti-sexistas como "todes" y promover el llamado lenguaje inclusivo. No hablaré más de esta modificación, sin embargo, diré que su uso es inútil y poco rentable para la equidad de género.

En esta entrada me preocupa mucho más reflexionar sobre un problema contemporáneo del lenguaje que tal parece ha pasado desapercibido por todo mundo (y aquí no quiero sentirme especial, sé que no soy el único que lo ha detectado).



Hablo del mal uso que se le ha dado a la palabra teoría. El fenómeno se explica con facilidad; teoría es para algunos una suposición, una simple hipótesis, una idea que pretende explicar conjeturas.

Este problema está, en su mayoría, presente en las diversas explicaciones que usuarios del internet crean para hablar sobre posibilidades y creencias basadas en sus opiniones. Hay quienes creen en las “teorías” conspirativas. Los hay quienes crean “teorías” de lo que una famosa serie puede ofrecer en su próxima temporada. Incluso hay quienes explican con todo lujo de detalle “teorías” que pretenden explicar secretos elaborados de alguna situación del mundo del entretenimiento.

¿Quién no ha escuchado al youtuber famosillo hablar sobre “teorías Disney” o sobre “teorías de conspiración” que el pentágono o la NASA ocultan?

El verdadero problema aquí es que su mal uso se ha extendido. Su definición se ha modificado y poco a poco se ha adentrado en nuestras mentes dándole un uso inadecuado.

En un mundo donde la ciencia parece exclusiva para los científicos, personas comunes y corrientes se desinteresan por términos como teoría y no hacen un esfuerzo por investigar sobre su propio lenguaje. Basta con escribir la palabra “teorías” en el buscador de YouTube y mirar los resultados.




En sí, la palabra teoría, como definición básica, es un conjunto de ideas formales que pretende explicar un fenómeno. Antes de la teoría viene la hipótesis. De hecho, una hipótesis no puede ser una teoría sin pasar antes por experimentos y una serie de análisis. Es por eso que, por ejemplo, la teoría del Big Bang (no la famosa serie) no puede ser probada del todo, por eso es una teoría. Sin embargo, es una teoría aceptada que pretende explicar el origen del universo.

El uso inadecuado de esta palabra es, en mi opinión, una gran confusión. Sin embargo, ciertos diccionarios online pretender darle aquella definición por lo que su uso incorrecto se acepta. De hecho, el mal uso que se le ha dado a dicha palabra contradice por completo su definición primaria, por lo que es incoherente pretender usar la palabra como una suposición o una hipótesis.

Supongo que esta palabra continuaría en nuestro vocabulario. Es triste, pues estamos modificando el lenguaje a base de errores, confusiones e incoherencias. De hecho, la palabra teoría ha ganado una reputación como palabra importante, enigmática y elegante. Dándole a su usuario aires de profesional.

Además, esta palabra es mucho más atractiva que otras, por ejemplo, es mejor decir: “teoría de conspiración OVNI” que “hipótesis de conspiración OVNI”. Hipótesis suena muy técnico y aburrido, ¿no?

Link de interés: https://www.promegaconnections.com/a-scientists-rant-about-the-word-theory/

miércoles, 20 de mayo de 2020

El Quinto Paso - Relato de Stephen King

Central Park Conservancy Gardens, Frank Lupo.
Leer versión original

EL QUINTO PASO 

POR STEPHEN KING
Traducción: Gabriel Zapata

Harold Jamieson, quien alguna vez fue ingeniero jefe del departamento de sanidad de la ciudad de Nueva York, disfrutó de su jubilación. Su limitado círculo de amigos le hizo creer que algunos no lo hacían, así que se consideró con suerte. Tenía un acre de jardín botánico en Queens que compartía con varios horticultores sensatos, descubrió Netflix e incursionó en los libros que siempre tuvo la intención de leer. Aún extrañaba a su esposa, fallecida de un cáncer de mama hace cinco años, pero dejando a un lado aquel dolor constante, gozaba de una vida plena. Antes de levantarse cada mañana se recordaba que debía disfrutar su día. A sus 68 años, le gustaba pensar que aún le quedaba un largo camino por recorrer, pero no podía negar que el camino ya comenzaba a estrecharse. 

    La mejor parte de aquellos días, siempre y cuando no lloviese, nevase o hiciese frío, era la caminata de nueve cuadras al Central Park después del desayuno. Aunque contaba con un móvil y usaba una tableta electrónica (de hecho, había desarrollado dependencia a esta), aún prefería la versión impresa del Times. En el parque, se acomodaba en su banca favorita y pasaba una hora leyendo, leía las secciones de atrás a adelante, diciéndose a sí mismo que ya progresaba de lo sublime a lo ridículo. 
    Una mañana, a mitades de mayo, y con el clima frío, pero perfecto para sentarse en una banca y leer el periódico, Harold se encontraba irritado por alzar la vista y ver a un hombre sentado al otro extremo, aunque hubiera más bancas vacías en los alrededores. El invasor del espacio matutino de Jamieson parecía haber alcanzado los cuarenta, ni muy atractivo ni muy feo, perfectamente ordinario, de hecho. Lo mismo se decía de su atuendo: zapatillas New Balance, jeans, una gorra de los Yankees y una sudadera de los Yankees con la capucha echada hacia atrás. Jamieson le dedicó una mirada de impaciencia y se preparó para moverse a otra banca. 
    —Espere —dijo el hombre—. Me senté aquí porque necesito un favor. No es la gran cosa, pero le pagaré—. Metió la mano en el bolsillo de canguro de su sudadera y extrajo un billete de 20 dólares. 
    —No hago favores a hombres que no conozco —dijo Jamieson y se puso de pie. 
    —Pero ese es el punto, ambos somos extraños. Escúcheme. Si dice que no, está bien. Pero por favor escúcheme. Podría… —Se aclaró la garganta y Jamieson notó que el hombre estaba nervioso. Quizá más que eso, tal vez asustado—. Podría salvarme la vida. 
    Jamieson lo pensó, después se sentó, aunque tan lejos como pudo del otro hombre, pero manteniendo ambas nalgas en la banca. 
    —Te daré un minuto, pero si es algo descabellado, me voy. Y guarda el dinero. Ni lo necesito ni lo quiero. 
    El sujeto observó el billete como sorprendido de que aún lo tuviese, después lo regresó al bolsillo de su sudadera. Colocó las manos en las piernas y bajó la cabeza en lugar de mirar a Jamieson. 
    —Soy un alcohólico. Llevo cuatro meses sobrio. Cuatro meses y doce días para ser exactos. 
    —Te felicito —dijo Jamieson. Pensó que lo decía de verdad, pero ahora estaba más que preparado para levantarse. El sujeto parecía cuerdo, sin embargo, Jamieson era lo suficientemente maduro para saber que los lunáticos no se desenmascaran al instante. 
    —Lo he intentado tres veces y en una de ellas casi llego al año. Creo que esta vez será mi última oportunidad para darle al blanco. Estoy en el AA, significa… 
    —Ya sé lo que es. ¿Cómo te llamas, señor Cuatro Meses Sobrio? 
    —Me puede llamar Jack, así está bien. No usamos apellidos en el programa. 
    Jamieson también sabía aquello. Muchos personajes en las series de Netflix tenían problemas de alcoholismo. 
    —¿Y qué puedo hacer por ti, Jack? 
    —Las primeras tres veces que lo intenté no llegué a tener un padrino, de esos que te escuchan, responden tus dudas y a veces te dice qué hacer. Ahora sí lo tengo. Conocí a un tipo en una reunión vespertina en Bowery y me agradó lo que dijo. Y, ya sabe, cómo se presentó ante todos. Doce años sobrio, con los pies en la tierra, vendedor; como yo. 
    El hombre había girado la cabeza para mirar a Jamieson, pero ahora regresó la vista a sus manos. 
    —Solía ser un vendedor extraordinario. Por cinco años estuve a cargo del departamento de ventas en… Bueno, da lo mismo, pero era importante, ya conocerá la empresa. Ahora me dedico a vender tarjetas de felicitación y bebidas energéticas a tiendas de abarrotes en los cinco distritos. Lo peor de lo peor, amigo. 
    —Ve al punto —dijo Jamieson, pero sin parecer grosero. Había tomado interés sin poderlo evitar. No todos los días venía un extraño a sentarse a tu banca para hablarte de sus problemas. Especialmente en Nueva York—. Estaba a punto de actualizarme con los Mets. Han empezado con el pie derecho. 
    Jack se pasó una mano por la boca. 
    —Me agradó el tipo que conocí en la reunión, así que me armé de valor y fui a preguntarle si podía ser mi padrino. Esto fue en marzo. Me miró y me dijo que sí me aceptaba, pero sólo con dos condiciones: hacer todo lo que me dijese y llamarle si me apetecía un trago. «Entonces te llamaré cada puta noche», le dije. Y él me contestó, «pues llámame cada puta noche y si no respondo háblale a la contestadora». Luego me preguntó si había hecho los Pasos. ¿Sabe lo que son? 
    —No mucho. 
    —Le dije que aún no los hacía. Me dijo que si quería que fuese mi padrino tendría que empezar. Me dijo que los primeros tres eran los más difíciles y los más fáciles. Se resumen en: no puedo parar por mí cuenta, pero sí podré con la ayuda de Dios, así que dejaré que me ayude. 
    Jamieson gruñó. 
    —Dije que no creía en Dios. El tipo, Randy se llamaba, dijo que no le importaba un carajo. Me pidió que cada mañana me arrodillase para decirle a Dios que no creía que pudiese ayudarme a estar sobrio otro día más. Y si lo hacía, que me arrodillase y le diese las gracias por mi día de sobriedad. Randy me preguntó si estaba dispuesto a hacerlo y le dije que sí. Porque podría perderlo si no lo hacía, ¿entiende? 
    —Claro. Estabas desesperado. 
    —¡Exacto! El regalo de la desesperación. Así es como lo llaman en el AA. Randy me dijo que se daría cuenta de que no rezaba cuando decía que sí lo hacía. Porque el sujeto había pasado 30 años mintiendo por todo. 
    —¿Y lo hiciste? ¿Aunque no creías en Dios? 
    —Lo hice y ha funcionado. Respecto a mi creencia de que Dios no existe… Mientras más permanezco sobrio más lo dudo. 
    —Si me vas a pedir que rece contigo, olvídalo. 
    Jack bajó la mirada hacia sus manos, sonriendo. 
    —No. Aún siento vergüenza con eso de estar de rodillas incluso cuando estoy solo. El mes pasado, en abril, Randy me pidió hacer el Cuarto Paso. Es cuando haces un inventario moral, supuestamente “minucioso”, de ti mismo. 
    —¿Lo hiciste? 
    —Claro. Randy me dijo que debía escribir sobre las cosas malas, después enlistar las cosas buenas en una página diferente. Me llevó diez minutos escribir las malas. Más de una hora para las buenas. Randy me dijo que era normal. «Bebiste por casi treinta años», me dijo. «Eso le otorga muchos golpes a la imagen de un hombre. Pero si permaneces sobrio, sanarán». Después me pidió que quemara la lista. Me dijo que me haría sentir mejor. 
    —¿Y así fue? 
    —Sí, por extraño que parezca. Bueno, eso nos lleva hasta la petición de Randy de este mes. 
    —Más bien una orden, supongo —dijo Jamieson, sonriente. Dobló su periódico y lo dejó a un lado. Jack también sonreía 
    —Creo que ya capta la dinámica de padrino-ahijado. Randy me dijo que ya era tiempo del Quinto Paso.
    —¿Y cuál es ese?
    —Admitirnos ante Dios, ante nosotros mismos, y ante otro ser humano la naturaleza exacta de nuestros defectos —dijo Jack, simulando comillas con los dedos—. Le dije que me parecía bien, que haría una lista y se la leería. Dios también podía escuchar. Dos pájaros de un tiro.
    —Me imagino que dijo que no. 
    —Dijo que no. Me pidió acercarme a un extraño. Su primera sugerencia fue un cura o un pastor, pero no he vuelto a pisar una iglesia desde que tenía doce años y no me interesa volver. En lo que sea que deba creer, y todavía no sé lo que sea, no necesito sentarme en la banca de una iglesia para ayudarme a creer. 
    Jamieson, que también evitaba las iglesias, asintió comprensivo. 
    —Randy dijo: «entonces acércate a cualquier persona en el Washington Square o en el Central Park y pídele que te escuche decir tus defectos. Ofrece un par de billetes si es necesario persuadirlos. Continúa preguntando hasta que alguien acceda a escucharte». Me dijo que la parte más difícil era la de preguntar, y tenía razón. 
    —Soy… —Tu primera víctima era la frase que se le vino a la mente, pero Jamieson determinó que no era exactamente justo—. ¿Soy el primero al que te acercas? 
    —El segundo —dijo Jack, sonriente—. Ayer lo intenté con un taxista que estaba fuera de servicio y me dijo que me alejara de él. 
    Jamieson pensó en un viejo chiste neoyorquino: un forastero se aproxima a un sujeto en la avenida Lexington y le dice: ¿me puede decir cómo llegar a City Hall o debería solo largarme a la mierda? Se dijo entonces que no le pediría al tipo de la gorra de los Yankees largarse a la mierda. Escucharía, y la próxima vez que se reuniese a comer con su amigo Alex (otro jubilado) tendría algo interesante de qué hablar. 
    —Está bien, adelante. 
    Jack buscó en el bolsillo de su sudadera, extrajo una hoja de papel y lo desdobló. 
    —Cuando estaba en cuarto grado… 
    —Si me vas a contar la historia de tu vida más vale que me des esos 20 dólares. 
    Jack metió en su bolsillo la mano que no sostenía su lista de defectos, pero Jamieson lo detuvo con un ademán. 
    —Es broma. 
    —¿Seguro? 
    Jamieson no sabía si estaba o no seguro. 
    —Claro. Pero que no nos lleve mucho tiempo. Tengo un compromiso a las 8 y media. 
    Aquello no era cierto, por lo que Jamieson pensó que era bueno no ser él el del problema de alcohol. Porque según las reuniones televisadas a las que había asistido, la honestidad era muy importante cuando eras un alcohólico. 
    —Que no lleve tiempo, entendido. Aquí va. En cuarto grado me peleé con otro niño. Le rompí la nariz y un labio. Cuando llegamos a la oficina del director, dije que hice aquello porque el niño había insultado a mi madre. Él lo negó, claro, pero nos suspendieron a ambos con una nota a nuestros padres. O a mi madre en mi caso, porque mi padre nos dejó cuando tenía dos años. 
    —¿Y qué hay del insulto? 
    —Fue mentira. Estaba teniendo un mal día y pensé que podría sentirme mejor si me peleaba con ese niño que odiaba. No sabía por qué no me agradaba, tal vez había una razón, pero no recuerdo lo que era. Solo sabía que establecí un patrón de mentiras. 
    »Comencé a beber en la secundaria. Mi madre tenía una botella de vodka guardada en el refrigerador. Solía beber un trago y después le agregaba agua. Me descubrió por fin, y el vodka desapareció del refri. Sabía dónde lo escondía, en el estante más alto sobre la estufa, pero lo dejé en paz después de aquello. Después de todo ya era más agua que alcohol. Ahorré mi mesada y las pagas de los quehaceres y me busqué a un borracho para que me comprara botellitas de alcohol. Compraba cuatro y se quedaba con una. Permitía su alcoholismo. Eso es algo que mi padrino diría. 
    Jack sacudió la cabeza. 
    —No sé qué le pasó al tipo ese. Su nombre era Ralph, solo que yo le llamaba Miserable Ralph. Los niños pueden ser crueles. Hasta donde sé, el tipo está muerto y yo contribuí a su muerte. 
    —No te emociones —dijo Jamieson—. Seguro que tienes cosas por las que sí sentirte culpable sin haber tenido que inventar un montón de suposiciones. 
    Jack alzó la mirada y sonrió. Jamieson notó que había lágrimas en sus ojos. No caían, pero parecían rebosar.
    —Ahora suena como Randy. 
    —¿Eso es bueno? 
    —Eso creo. Pienso que tuve suerte en encontrarlo. 
    Jamieson descubrió que en verdad se sentía afortunado de haber sido encontrado. 
    —¿Qué más tienes en esa lista? Porque el tiempo corre. 
    —Estudié en Brown y me gradué con honores. Pero mentía y hacía trampa todo el tiempo. Era bueno haciéndolo. Y, aquí va uno grande, el tutor que tenía para mi último año era un adicto a la coca. No le diré cómo lo descubrí, como usted dice, el tiempo corre, pero sí me enteré de eso e hice un trato con él; buenas recomendaciones por un ladrillo de coca.
    —¿Quieres decir un kilo? —Preguntó Jamieson. Sus cejas se elevaron casi hasta la línea de su cuero cabelludo. 
    —Correcto. Pagó por ello y lo transporté desde la frontera de Canadá, metida en la llanta de repuesto de mi viejo Ford. Intenté verme como cualquier otro chico de universidad que pasaba sus vacaciones divirtiéndose y acostándose en Toronto. Pero mi corazón palpitaba como loco y apuesto a que mi presión se encontraba al máximo. Detuvieron al auto de enfrente que se encontraba en el puesto de control, pero a mí me dejaron pasar cuando mostré mi licencia de conducir. Claro, todo era más tranquilo en aquel entonces —hizo una pausa, después dijo—: Le cobré de más por el kilo de droga. Me quedé con la diferencia. 
    —¿Pero tú nunca probaste la droga? 
    —No, no era lo mío. Me metí una o dos líneas alguna vez, pero lo que siempre quise, y aún quiero, es el alcohol puro. Cuando conseguía un trabajo les mentía a mis jefes, pero al final me descubrían. No era como en la universidad y no había nadie para pasarle coca. Bueno, no que yo supiese.
    —¿Qué hiciste exactamente? 
    —Alteraba mis hojas de venta. Inventaba compromisos para justificar mis resacas en los días que no asistía. Manipulaba hojas de gastos. Aquel primer trabajo era bueno. El cielo era el límite y lo eché a perder. 
    »Después de que me despidieron, decidí que lo que en realidad necesitaba era mudarme. En el AA le llaman cura geográfica. Nunca funciona, pero yo no lo sabía. Ahora parece muy lógico; si subes a un imbécil en un avión en Boston, un imbécil aterriza en Los Ángeles. O en Denver. O en Des Moines. Arruiné mi segundo trabajo, no tan bueno como el primero, pero decente. Eso fue en San Diego. Y ahí decidí que tenía que casarme y sentar cabeza. Eso podría resolver el problema. Así que me casé con una linda joven la cual se merecía a alguien mejor que yo. Duré dos años escondiendo mi alcoholismo. Me inventaba citas falsas de negocios para explicar porque llegaba tarde a la casa, fingía síntomas de gripe para explicar por qué llegaba tarde o por qué no llegaba del todo. Pude haber comprado acciones en una de esas empresas de mentas, Altoids, Breath Savers, pero ¿ella se lo creía? 
    —Creo que no —dijo Jamieson—. Escucha, ¿ya estamos llegando al final? 
    —Sí. Cinco minutos más. Lo prometo. 
    —Bueno. 
    —Teníamos discusiones que empeoraban cada vez más. Quejas surgían de vez en cuando, y no solo de parte de ella. Hubo una noche en la que llegué a la casa a media noche, apestando a alcohol. Ella me lo reclamó. Ya sabe, la típica cháchara. Y todo lo que decía era verdad. Sentía que me lanzaba dardos venenosos y que nunca fallaba un tiro. 
    Jack se miraba las manos de nuevo. Su boca se había ladeado por las comisuras, tanto que por un momento Jamieson recordó a Emmett Kelly, aquel payaso de cara triste. 
    —¿Sabe lo que recordé mientras me gritaba? A Glenn Ferguson, ese niño que golpeé en cuarto grado. Se sintió tan bien, como exprimirle el pus a un absceso. Me pareció que sería bueno darle una golpiza a ella, y claro, nadie me mandaría a casa con una nota a mi madre, porque mi madre murió un año después de que me gradué de Brown. 
    —Vaya —dijo Jamieson. Su buen presentimiento respecto a aquella indeseada confesión se esfumó. Fue reemplazada por ansiedad. No estaba seguro de querer escuchar lo que vendría a continuación. 
    —Me largué —dijo Jack—. Pero estaba lo suficientemente asustado para saber que tenía que hacer algo por mi alcoholismo. Fue cuando probé el AA por primera vez, en San Diego. Estuve sobrio cuando llegué a Nueva York, pero no duró. Lo intenté otra vez y esa vez tampoco funcionó. Igual que la tercera. Pero ahora tengo a Randy, y ahora podré hacerlo. En parte gracias a usted. 
    Jack extendió la mano. 
    —Bueno, no hay de qué —dijo Jamieson y estrechó la mano del hombre. 
    —Hay una cosa más —dijo Jack. Su agarre era fuerte. Miraba a Jamieson a los ojos y sonreía—. Me largué, pero antes de irme le corté la garganta a esa perra. Nunca dejé de beber, pero me hacía sentir mejor. La forma en la que golpeé a Glenn Ferguson me hizo sentir mejor. Y sobre ese borracho del que le hablé, darle una golpiza también me hizo sentir mejor. No sé si lo maté, pero estoy seguro de que lo dejé muy mal. 
    Jamieson intentó zafarse, pero el agarre del hombre era firme. Su otra mano se escabulló de nuevo al bolsillo de su sudadera de los Yankees.
    —Quiero dejar de beber, y no puedo completar el Quinto Paso sin admitir que al parecer disfruto mucho de… 
    Lo que se sintió como una ardiente estela de luz blanca se deslizó por el costado de Jamieson, y cuando Jack extrajo el goteante picahielos, de vuelta al bolsillo de la sudadera, Jamieson advirtió que no podía respirar.
    —…matar. Es un defecto del carácter, lo sé, y probablemente el mayor de mis defectos. 
    Jack se puso de pie. 
    —Gracias señor. No sé cuál sea su nombre, pero me ha ayudado bastante. 
    Comenzó a caminar hacía el Central Park West, después se volvió hacía Jamieson, quien intentaba tomar a ciegas su Times… como si, quizás, un breve vistazo a la sección de Arte y Entretenimiento pudiera solucionar las cosas. 
    —Estará en mis oraciones de hoy —dijo Jack.



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¿Qué es realmente el arte?

Creo es obvio, pero debo advertir que las opiniones de la siguiente entrada son basadas en percepciones personales. Me he anclado a la lib...