martes, 9 de julio de 2019

Prostitución disfrazada


Hoy día la belleza física es sinónimo de privilegio. Se sabe que los cánones de belleza cambian con el paso del tiempo, pero la intención siempre es la misma. Nos ha sido difícil concebir un concepto de belleza ya que las sociedades y sus culturas se encargan de moldear dicho concepto. Aún así, el prototipo de belleza actual es muy marcado.

Entonces sucede algo interesantísimo y a la vez preocupante.

Cualquier persona considerada atractiva por sus características físicas podría bien ser un/una prostituto/a. Sí, así como lo ha leído. Lo que ocurre es que una persona vende involuntariamente su cuerpo gracias a esa belleza que posee. Los ejemplos más claros son los típicos modelos de catálogo. Existen diversas agencias de modelos donde hombres y mujeres utilizan su cuerpo para obtener beneficios económicos por lo que podríamos decir que es una forma light de prostitución.



Pero claro que nadie lo dirá así. Ningún dueño de agencias les dirá a sus futuros modelos que serán prostituidos. Nadie nos enseña que exhibir nuestros cuerpos en las redes es algo malo

La palabra prostitución causa repelús. Parece que nuestras lenguas se ensucian al pronunciar dicha palabra. Quizá sucede porque nos han dicho que aquel no es un trabajo real y que los que lo practican son personas que han perdido todo rastro de moral o ética. La realidad es otra. Pocos conocen la verdadera cara de la prostitución. Muchas de las mujeres prostitutas son menores de edad las cuales han sido obviamente obligadas a ejercer dicha actividad para el beneficio de un tercero. Estas niñas, al ser en su mayoría de bajos recursos y con pocas oportunidades en la vida, no tienen más que acoplarse a la prostitución. Este es un tema amplio que merece ser tratado con pinzas.

Por otro lado, me he atrevido a tomar ese concepto que habla de vender el cuerpo de uno. Y bajo esta premisa cualquiera con una cámara y acceso a internet puede prostituirse. Basta con hacernos una sesión de fotos caseras y subirlas a cualquier red social. Tal vez nadie nos pague un centavo por nuestras bellas fotos, sin embargo, la moneda electrónica de hoy día son las reacciones que el público puede proveer, como dar un “me gusta” en Facebook o hacer comentarios agradables sobre nuestro atractivo en Instagram
    Nos agrada la atención. Exhibir nuestros cuerpos y observar las reacciones de terceros es satisfactorio por lo que nos hace sentir aceptados. Al menos que seamos actores porno recibiremos, por obvias razones, una retroalimentación obligatoria de un particular estilo. Pero eso es harina de otro costal.



Instagram es la herramienta ideal para esta práctica. Existen miles de perfiles donde las fotos subidas muestran únicamente los cuerpos de los usuarios. Mujeres con bikinis, hombres en el gimnasio, más mujeres frente al espejo, sujetos en posiciones provocadoras y un largo etcétera. Además, no es coincidencia que personas consideradas como atractivas obtengan cientos o miles de likes en sus fotos de Instagram sin ser si quiera alguien famoso. De hecho, muchas personas han obtenido fama únicamente gracias a su belleza, como las Kardashians.


Entonces, estamos ante un fenómeno social bastante importante. Nuestros cuerpos, el atractivo físico, pasa a ser lo más importante. Eso es lo que vende y lo que atrae. De hecho, funciona de igual forma para la vida real; las mujeres llamadas edecanes solo tienen un único trabajo: atraer al público usando sus atributos físicos. 
    Qué fácil es subir una selfie. Qué fácil es exhibirnos. Qué fácil es prostituirse.



Links de interés: 


jueves, 30 de mayo de 2019

¿Qué es realmente el arte?


Creo es obvio, pero debo advertir que las opiniones de la siguiente entrada son basadas en percepciones personales. Me he anclado a la libertad de expresión y utilizado ese poder para dar mi punto de vista sobre el arte. Así que, siendo un simple pensador que gusta de opinar, advierto que puede que esté equivocado en ciertas cosas ya que no soy un buen crítico de arte ni mucho menos artista. Cuestión que de hecho no tiene nada que ver. Pero aquello lo hablaremos más tarde.

¿Qué es arte?

Por desgracia, el arte no puede ser definido. Al menos no podría tener una definición en concreto. Muchos dicen que el arte es la manifestación de los sentimientos humanos; de lo abstracto a lo físico. Esta es una definición demasiado obvia. El arte va más allá de aquel concepto tan romántico. El arte nace como una necesidad y permanecerá así por siempre. Pero, ¿qué necesidad? El ser humano, como es super inteligente, ha inventado diferentes formas de arte con el fin de poder comunicar. El arte se convierte en un medio, en un puente. Lo que no puede ser dicho con palabras se transforma en otra cosa. Ahí está la música como gran ejemplo.
    El arte también evoluciona. Va de la mano con las décadas y se adapta a los conflictos y modas de las sociedades. El arte rupestre, por ejemplo, surge como aquella necesidad ya mencionada. Poco a poco el cerebro humano primitivo se transformó y se convirtió en uno más sensible. Uno que ahora podía apreciar a la naturaleza. De hecho, ahí comienza la búsqueda artística vista hasta hoy día en diferentes manifestaciones del mismo arte.
    Hablando de manifestaciones. El arte es un ente moldeable, un ser de varias cabezas. El arte puede llegar desde diversas vías y surgir de mil formas. Comencemos por las llamadas bellas artes. Según Wikipedia, las bellas artes son las siguientes: arquitectura, danza, escultura, música, pintura y literatura. A estos se añaden tres movimientos contemporáneos: el cine, la fotografía y el cómic. A todos ellos, y como opinión personal, añadiría al teatro.
 
La Piedad, Miguel Ángel
¿Quién decide lo que es arte?

Básicamente cualquiera puede decidir tal cosa. Por ejemplo, un zapato dentro de una jaula de pájaros se convierte en arte si yo así lo decido. Por desgracia, es así como funciona el mundo del arte de hoy. Es aquí cuando llega la gran estafa. Nos quieren hacer creer que cualquier cosa es arte por el simple hecho de decir que lo es y por llevarlo a un museo a exhibir. Una pila de ropa sucia, una caja vacía, un mingitorio, pantalones usados, una manzana, etc. Todos esos objetos no podrían ser arte, sin embargo, ahí están, resguardados en museos "contemporáneos" catalogados como arte, y todavía peor, vendidos a precios exagerados. ¿Realmente somos tan estúpidos para dejarnos llevar? No quiero insultar a nadie, pero los primeros que nos toman el pelo son esos artistas falsos que se burlan de nuestra inteligencia.
    Los artistas falsos son empresarios con disfraz. Son sabuesos del dinero cuyo trabajo consiste en ser “innovadores” llevando lo casual y lo ordinario a un nivel artístico. Son expertos en discursos por lo que se valen de las palabras para explicar su obra. Porque sin esas explicaciones las piezas no serían arte. Así de simple.

Entonces, ¿qué es realmente el arte?

El verdadero arte, en mi opinión, es el resultado de los siguientes factores (al menos los más importantes):
·         Talento
·         Trabajo
·         Esfuerzo
·         Estudio
·         Constancia
·         Técnica
·         Amor al trabajo
    El arte falso tiende a ignorar estos elementos y se vale de un discurso que excusa su poca complejidad. El arte ya no es subjetivo ya que no podemos llamar arte a cualquier cosa solo por dejarnos llevar por el impacto instantáneo que genere sea cual sea la obra en cuestión. Es por ello que debemos detenernos y analizar por un momento lo que estamos presenciando.

Arriba se mencionaron las bellas artes. Hablando de las originales, éstas están expuestas a ser manipuladas. En la literatura, por ejemplo, no es lo mismo una novela de Charles Dickens a un libro de Yordi Rosado. Si hablamos de niveles literarios, uno es más complejo que otro… y no es necesario decir cuál. Lo mismo sucede con los demás movimientos artísticos. Tal parece que por cada buena obra de arte existe una versión deficiente del mismo, una burla, una parodia, un falso arte.
    Lo mismo sucede con el cine, la fotografía y los comics. Hoy día cualquiera se siente fotógrafo. Sus galerías son sus perfiles de Instagram y sus temas son los más genéricos de todos. La fotografía de un paisaje no es arte ya que mismo paisaje ya es arte, pero no por ser fotografiado significa que deberíamos admirar la captura instantánea como una obra en sí.
    Muchos dicen que los cómics no podrían ser arte. Yo digo que sí pueden, por su puesto. Quizás esos que admiran las obras de Jeff Koons son los mismos que dicen que un cómic no puede ser arte. Vaya ironía. Si bien no todos los comics podrían considerarse arte en el sentido más estricto de la palabra, algunos comics son lo suficientemente bien hechos como para decir que son obras artísticas. 
    Se podría decir entonces que existen, al menos para mí, 4 aspectos a considerar para decidir si una obra NO es arte:
    1. La pieza puede ser reproducida/fabricada con facilidad
    2. Es un objeto cotidiano (movimiento llamado ready-made)
    3. Un gran discurso la soporta y sin él no se entiende la obra
    4. No fue necesario el talento para realizarla
 
Rabbit, Jeff Koons (obra más cara del artista)
¿Podemos ser críticos de arte?

Sería algo lógico que, si bien no todos pueden generar arte verdadero (sin las condiciones ya propuestas, claro), no cualquiera podría ser un crítico. Más bien, un simple mortal que solamente conoce a la Mona Lisa se convierte entonces en alguien con simples opiniones.
    No.
    Lo lógico aquí es que todos poseen un cerebro, lo que significa que tenemos capacidades cognitivas similares (habrá excepciones, obvio). La tarea de criticar es de hecho una característica básica del ser humano. Nos gusta analizar, cambiar, responder, dar consejos o advertencias, opinar y conversar. No lo notamos, pero ahí está la función que se deriva de nuestras habilidades sociales.
    Ahora, le hago una simple pregunta, ¿ha ido a un museo? Por supuesto que sí. O al menos sabe lo que es un museo, ¿cierto? Si no sabe vaya a Google y regrese.
    Ahora, al momento de entrar a algún museo de arte nuestra habilidad natural para criticar florece y se manifiesta. De una vez menciono que no necesitamos ser “cultos” o haber leído una docena de libros de arte para poder criticar una obra. Entonces, caminaremos por los pulidos pisos del museo y respiraremos la atmósfera fría. Ahí estarán los cuadros o esculturas. Quizás no conozcamos a los artistas, pero eso no importa. Nos deslizaremos hasta algún cuadro. ¿Qué veríamos? ¿En qué pensaríamos? ¿Qué sentiríamos? Aquellas son preguntas necesarias a la hora de juzgar un cuadro. Si todas son respondidas satisfactoriamente, podemos pasar a la crítica. Sin embargo, podemos quedarnos como estamos. Al final, una obra nos genera conocimiento. Esa es su función principal. Si ha permanecido varios minutos ante una obra y esta aún no le genera nada relevante puede pasar a la siguiente ya que es probable que dicha obra no sea arte. No es que usted no entienda. Lo que sucede es que la obra en sí carece de los elementos ya hablados al principio y no puede hablar por sí sola.
    Invito a cualquiera a ser críticos. Atrévanse a opinar y a ser buenos generadores de debate. Allá afuera, en estos momentos, cientos de pseudoartistas presentan obras como arte auténtico y pocos hacen algo por detenerlos. Recordemos que el arte es sinónimo de historia por lo que no queremos hacer historia a base de engaños. 

Y como las imágenes hablan mejor que las palabras (a veces), pasaré ahora a exhibir dos galerías de imágenes de obras de arte: falso arte y verdadero arte.

FALSO ARTE
 
Apple, Yoko Ono
Mr. Doodle y sus caricaturas genéricas
Arte abstracto, movimiento action painting
Productos convertidos en arte por Gabriel Orozco. Literalmente la obra es un Oxxo
Au Naturel, instalación de Sarah Lucas
Toilet Paper, Martin Creed
Yayoi Kusama y su obsesión con los puntos

ARTE


Sin título, Manuel Felguérez
Judith y Holofernes, Caravaggio
La Edad Madura, Camille Claudel

Laocoonte, El greco

Fotografía de Sebastiao Salgado



lunes, 13 de mayo de 2019

LAURIE - STEPHEN KING (en español)


LAURIE

Lloyd, un hombre que acaba de perder a su mujer, recibe un «regalo» inesperado por parte de su hermana. Laurie, una adorable cachorrilla mezcla de Border Collie y Mudi, que poco a poco cambiará su vida para siempre.

Pero lo que prometía ser una vida apacible de paseos por la playa y comidas relajantes se ve truncada por un hecho inesperado.



Relato: LAURIE

Autor: Stephen King

Traducción al español: Gabriel Zapata


Descarga en formato PDF: https://drive.google.com/file/d/1K1KLhEhE-Mi_z7Fqqvx4ZbjyZBtwbfcP/view?usp=sharing


LAURIE



1

Seis meses después de que su esposa de 40 años muriese, la hermana de Lloyd Sunderland viajó desde Boca Ratón a Caymen Key para visitarlo. Llevaba consigo a una cachorrita color gris oscuro que, según ella, se trataba de la cruza de un border collie con un mudi. Lloyd no tenía la menor idea de lo que era un mudi y tampoco de importaba.
    —No quiero un perro, Beth. Un perro es lo último que quiero en el mundo. Apenas puedo cuidar de mí mismo.
    —Obvio —dijo ella, desenganchándole a la cachorra una correa tan pequeña que parecía de juguete —. ¿Cuánto peso has perdido?
    —No sé.
    Ella lo analizó.
    —Diría como unos seis kilos. Te los puedes permitir, pero no más. Te haré unos huevos revueltos con salchicha. Con pan tostado. ¿Tienes huevos?
    —No quiero huevos revueltos —dijo Lloyd, mirando a la perrita. Estaba sentada en la afelpada alfombra blanca. Se preguntó cuánto tiempo pasaría para que dejase ahí una tarjeta de visita. La alfombra necesitaba una buena aspirada y probablemente un lavado, pero al menos nadie lo había orinado. La perrita lo miraba con sus ojos color ámbar. Casi parecía que lo estudiaba.
    —¿Tienes huevos o no?
    —Sí, pero…
    —¿Y salchicha? No, claro que no tienes. Probablemente has estado viviendo de waffles congelados y sopa Campbell. Iré a Publix. Pero antes revisaré tu refrigerador y veré qué más necesitas.
    Era su hermana mayor por 5 años. Lo había criado después de que su madre muriese y de niño nunca pudo oponerse a ella. Ahora eran mayores y aún no podía oponérsele, especialmente en ausencia de Marian. Parecía que había un agujero ahí donde solían estar sus entrañas. Podrían volver, tal vez no. 65 años era ya una edad avanzada para la regeneración. Al perro, sin embargo, sí podría resistirse. ¿En qué demonios pensaba Bethie?
    —No me lo quedaré —dijo, hablando a las espaldas de ella cuando se dirigía a la cocina caminando con aquellas piernas de cigüeña—. Tú la compraste, puedes devolverla.
    —No la compré. La madre era una auténtica border collie que se fugó y se apareó con el perro del vecino. Ese era el mudi. El dueño de la madre se las arregló para regalar a los otros tres, pero esta era la más pequeña y nadie la quiso por eso. El sujeto, un campesino, estaba a punto de llevarla a la perrera cuando pasé y vi un anuncio pegado a un poste de teléfono. ¿ALGUIEN QUIERE UN PERRO?, decía.
    —Y pensaste en mí —dijo, aun mirando a la cachorrita, que lo miraba de vuelta. Sus orejas puntiagudas parecían ser la parte más grande de ella.
    —Sí.
    —Estoy de luto, Beth. —Ella era la única persona con la que podía expresar su situación y aquello era un alivio.
    —Lo sé.
    Botellas chocaron entre sí en el refrigerador abierto. Podía ver su sombra en la pared cuando se agachaba y reacomodaba las cosas. Es una auténtica cigüeña, pensó, una cigüeña humana que probablemente vivirá para siempre.
    —Una persona afligida necesita de algo para distraer su mente. Algo que pueda cuidar. Eso es lo que pensé cuando vi aquel anuncio. No se trata de saber quién quiere un perro, se trata de quién necesita uno. Ese eres tú. Jesucristo, este refrigerador es una granja de moho. ¡Qué asco! 
    La perrita se levantó, dio un tímido paso hacia Lloyd y cambió de parecer (asumiendo que pensara) y se sentó de nuevo.
    —Quédatela tú.
    —De ninguna manera. Jim es alérgico.
    —Bethie, tienes dos gatos. ¿Él no es alérgico a ellos?
    —Sí, y los gatos son suficientes. Si es así como te sientes llevaré a la perrita al refugio animal en Pompano Beach. Le dan tres semanas antes de dormirlos. Es una pequeña y adorable cosa con un pelaje como el humo. Quédatela antes de que se le acabe el tiempo.
    Lloyd puso los ojos en blanco, incluso no estando ella para verlo. Había hecho lo mismo cuando tenía ocho años, cuando Beth le dijo que si no limpiaba su habitación le daría cinco golpes en el trasero con su raqueta de bádminton. Algunas cosas nunca cambian. 
    —Empaca tus cosas —dijo Lloyd—, iremos a un viaje todo pagado de Beth Young hacia la culpabilidad.
    Beth cerró el refrigerador y regresó a la sala. La cachorrita le echó un vistazo y después continuó inspeccionando a Lloyd.
    —Me voy al Publix, donde espero gastarme algunos cientos de dólares. Te traeré el recibo así podrás rembolsarme el dinero.
    —¿Y qué se supone que haga mientras tanto?
    —¿Por qué no te quedas a conocer a la indefensa perrita que enviarás a la cámara de gas? —se agachó para acariciarle la cabeza—. Mira esos ojos esperanzados.
    Lo que Lloyd vio en esos ojos color ámbar fue sólo análisis. Evaluación.
    —¿Qué se supone que haga cuando se orine en la alfombra? Marian la puso justo cuando enfermó.
    Beth señaló a la pequeña correa en el escabel.
    —Llévala afuera. Enséñale el descuidado jardín floreado de Marian. Por cierto, la orina no le hará tanto daño a esa alfombra. Está sucia.
    Tomó su bolso y se dirigió a la puerta, sus viejas y delgadas piernas se alargaban con vanidad.
    —Una mascota es el peor regalo que puedes hacerle a alguien —dijo Lloyd—. Lo leí en internet.
    —Donde todo es verdad, supongo.
     Se detuvo y lo miró. La áspera luz de septiembre de la costa oeste de Florida chorreaba en su rostro, mostrando la manera en la que su labial había penetrado en las pequeñas arrugas alrededor de su boca, y la forma en la que sus párpados inferiores habían comenzado a curvarse debajo de sus ojos, y las frágiles pero prominentes venas pulsando en su ahuecada cien. Cumplirá los setenta muy pronto. Su fuerte, terca, atlética y obstinada hermana ya era vieja. Como él.
     Ellos eran la prueba de que la vida no era más que un breve sueño de una tarde de verano. Bethie aún tenía a su esposo, dos hijos adultos y cuatro nietos – la interesante multiplicación de la naturaleza. Él había tenido a Marian, pero ella se había ido y no hubo hijos. ¿Se suponía que remplazaría a Marian con un cachorro de cruza? La idea era tan cursi y absurda como una tarjeta de Hallmark, e igual de irreal.
    —No me la quedaré.
    Ella le dedicó la misma mirada como cuando era una niña de trece años, aquella que dijo que la raqueta de bádminton aparecería pronto si él no se comportaba.
    —Lo harás al menos hasta que regrese del Publix. También tengo otros pendientes y los perros se mueren en los calurosos autos. En especial los más pequeños.
     Cerró la puerta. Lloyd Sunderland, retirado, viudo de seis meses, desinteresado últimamente en la comida (u otro placer de la vida), se sentó mirando a su inoportuna invitada en su alfombra. La cachorra la miraba de vuelta.
    —¿Qué miras, tonta? —Preguntó.
    La cachorra se incorporó y caminó hacia él. De hecho, se tambaleaba como si caminase por hierba alta. Se sentó de nuevo a un lado del pie izquierdo de Lloyd, mirando hacia arriba. Lloyd bajó una mano con cuidado, esperando un mordisco. Sin embargo, la perrita lo lamió. Tomó la correa y la aseguró al pequeño collar rosa.
    —Vamos. Te sacaré de la alfombra antes de que sea demasiado tarde.
    Tiró de la correa. Ella permaneció sentada, mirándolo. Lloyd suspiró y la recogió. Ella le lamió la mano de nuevo. La llevó afuera y la colocó en el césped. Hacía mucho que nadie podaba la maleza que la perrita casi desaparecía dentro. Beth tenía razón por lo de las flores. Se miraban horribles, la mitad de ellas tan muertas como Marian. Esto, sin embargo, lo hizo sonreír, aunque reírse ante tal comparación hizo que se sintiese como una mala persona.
    El tambaleo de la perrita fue más notable en el césped. Dio unos cuantos pasos, después bajó el trasero y orinó.
    —No está mal, pero aún te irás.
    Comenzaba a sospechar que, cuando Beth regrese a Boca Ratón, la cachorra ya no estará con ella. No, esa visitante no deseada se quedará con él, en su casa a media milla del puente levadizo que conecta al cayo con tierra firme. No funcionará, nunca en su vida había tenido un perro, pero mientras encuentre a alguien que se la quede, le dará algo que hacer además de mirar televisión o sentarse frente al computador, jugando solitario y navegando esos sitios que alguna vez le parecieron interesantes cuando se jubiló pero que ahora sólo lo aburrían.
    Cuando Beth volvió casi dos horas después, Lloyd había regresado a su silla y la cachorra a su alfombra, durmiendo. Su hermana, que la amaba pero que lo había fastidiado toda su vida, consiguió superarse ya que regresó con mucho más de lo que esperaba. Sostenía una gran bolsa de comida de perro (orgánica, claro) y un envase grande de yogurt natural (el cual, al agregar a la comida del perro, se suponía que reforzaría el cartílago de esas antenas de radar que tenía por orejas). Beth también compró almohadillas de orina, una cama de cachorro, tres juguetes para mordisquear (de los cuales dos chillaban como un demonio) y un corral infantil que, según ella, evitará que salga a merodear por las noches.
    —Jesús, Bethie, ¿Cuánto te costó eso?
    —Estaba de oferta en Target —dijo, evadiendo la pregunta como ya sabía hacerlo—. No es nada. Es un regalo. Y ahora que he comprado todo esto, ¿aún quieres que me la lleve de vuelta? Si así lo quieres, tú serás el que haga las devoluciones.
    Lloyd estaba acostumbrado a que su hermana le llevase la delantera.
    —Le daré una oportunidad, pero no permitiré que me cargues con la responsabilidad. Siempre fuiste injusta.
    —Sí —dijo ella—. Con una mamá ausente y un papá como un funcional pero irremediable borracho, lo tengo que ser. Ahora ¿qué hay de los huevos?
    —Está bien.
    —¿Ya se orinó en la alfombra?
    —No.
    —Lo hará —Beth parecía encantada con la idea—. No es una gran pérdida, de hecho. ¿Cómo la llamarás?
    Si yo le pongo nombre será mía, pensó Lloyd. Solo él sospechaba que ya era suya y lo había sido desde que le lamió la mano. Igual como Marian en su primer beso. Otra estúpida comparación, pero ¿puedes controlar lo que piensa tu mente? No más de lo que puedes controlar tus sueños.
    —Laurie —dijo.
    —¿Por qué Laurie?
    —No sé, se me ha ocurrido.
    —Bueno —dijo ella—, está bien.
    Laurie los siguió a la cocina. Tambaleándose.


2

Lloyd cubrió la alfombra blanca con almohadillas e instaló el corral en su habitación (pinchándose los dedos mientras lo hacía), después se fue a su estudio, encendió la computadora y se dispuso a leer un articulo titulado ¡Así que tienes un nuevo cachorro! A la mitad del texto notó que Laurie se había sentado a un lado de sus zapatos, mirándolo. Decidió alimentarla y encontró un charco de orines en el arqueado pasillo entre la cocina y la sala, a unos quince centímetros de la almohadilla más cercana. Tomó a Laurie, la sentó a un lado de la orina y dijo:
    —Aquí no.
    Después la situó en la limpia almohadilla.
    —Hazlo aquí.
    Ella lo miró y continuó su tambaleo de cachorro de vuelta a la cocina, donde se recostó junto al horno con el hocico apoyado en una pata, mirándolo. Lloyd tomó un puñado de servilletas de papel. Se dio cuenta que usaría muchos de esos en las próximas semanas.
    Una vez limpio el charco (uno pequeño, eso fue todo), vertió un cuarto de taza de croquetas – la dosis recomendada, según ¡Así que tienes un nuevo cachorro! – en un tazón de cereal y lo mezcló con yogurt. La perrita comió con voracidad. Mientras la veía comer, su móvil sonó. Era Beth, llamando desde una remota área de descanso en alguna parte de Alligator Alley.
    —Debes llevarla al veterinario —dijo—. Olvidé decírtelo.
    —Lo sé, Bethie —aquello estaba en ¡Así que tienes un nuevo cachorro!
    Continuó hablando como si él no hubiese hablado, otra característica que conocía muy bien.
    —Necesitará vitaminas, creo, y la medicina para el gusano de corazón, por su puesto, además algo para las pulgas y garrapatas – creo que es una píldora que tragan con la comida. Además, necesitará ser castrada. Esterilizada, ya sabes, pero no por los próximos dos meses.
    —Claro —dijo—. Si es que me la quedo.
    Laurie terminó de comer y deambuló hacia la sala. Con la barriga llena, su tambaleo era más visible. A Lloyd le pareció que estaba borracha.
    —Recuerda sacarla a pasear.
    —Sí.
    Cada cuatro horas según ¡Así que tiene un nuevo cachorro! Lo cual era ridículo. No tenía ninguna intención en levantarse a las dos de la mañana para pasear a su invitada no deseada.
    La lectura de mentes era otra especialidad de su hermana.
    —Probablemente pienses que levantarte en medio de la noche será un fastidio.
    —Lo he pensado.
    Ella lo ignoró, como sólo Bethie sabía hacerlo.
    —Pero si dices la verdad de que has tenido insomnio desde que murió Marian, no creo que tengas ningún problema.
    —Aquello es muy compresivo y preocupante de tu parte, Bethie.
    —Ve cómo te va, es todo lo que te digo. Dale una oportunidad a la pequeña —hizo una pausa—. Date a ti mismo una oportunidad, mientras estás en ello. Me preocupas, Lloyd. Trabajé en una compañía de seguros por casi cuarenta años y te puedo asegurar que hombres de tu edad poseen un riesgo muy grande de enfermar después de que la esposa muere. Y también mueren, claro.
    Ante esto, él no dijo nada.
    —¿Lo harás?
    —¿Hacer qué? —dijo, como si no supiese.
    —Darle una oportunidad.
    Beth insistía por un compromiso que Lloyd no se disponía a contraer. Miró a su alrededor, como si buscase inspiración y encontró un zurullo – una pequeña salchicha solitaria – exactamente donde había estado el charco de orina, a quince centímetros de la almohadilla más cercana.
    —Bueno, la pequeña esta ahora aquí —dijo. Fue lo mejor que pudo responder—. Conduce con cuidado.
    —65 millas en todo el transcurso. Me rebasan mucho y cierta gente me pita, pero ya no voy más rápido, no confío en mis reflejos.
    Le dijo adiós, tomó más papel y recogió la salchicha. Laurie le observaba con sus ojos de ámbar. La llevó afuera otra vez, donde no hizo nada. Veinte minutos después, cuando terminó otro artículo sobre crianza de cachorros, encontró otro charco en el pasillo. A quince centímetros de la almohadilla más cercana.
    Se encorvó, con las manos en las rodillas y la espalda dando su acostumbrado crujido de advertencia.
    —Tienes los días contados, perrilla.
    Ella le miró de vuelta.
    Parecía que lo estudiaba.
3

Al final de la tarde – después de otros dos charquillos, uno de ellos en la almohadilla cerca de la cocina – Lloyd tomó la correa y llevó a Laurie afuera, cargándola como balón de fútbol americano. La bajó y la animó a recorrer un camino detrás de las casas. El camino lleva a un canal poco profundo que finalmente llega al puente levadizo. En ese momento el tráfico estaba detenido a la espera de que el carísimo juguete de algún ricachón cruzara de Oscar’s Bay al golfo de México. La perrita caminó con su usual andar, deteniéndose de vez en cuando para olfatear unos arbustos que desde su perspectiva debieron parecerle como a una jungla impenetrable.
    Una desmoronada pasarela conocida como el Camino de las Seis Millas (por razones que Lloyd nunca entendió ya que medía al menos una sola milla) se alargaba a un lado del canal donde su vecino de al lado se encontraba de pie entre dos carteles que rezaban PROHIBIDO TIRAR BASURA y PROHIBIDO PESCAR. Más lejos había otro donde se leía CUIDADO CON LOS CAIMANES, solamente la palabra CAIMANES había sido modificada con pinturas de espray cambiándola a DEMÓCRATAS.
    El ver a Don Pitcher encorvado sobre su estrafalario bastón de caoba y arrastrarse con su braguero le daba a Lloyd un pequeño pero inconfundible estremecimiento malicioso. El viejo era un tocadiscos de aburridas opiniones políticas y un carroñero sin remordimientos. Si alguien en el vecindario moría, Don era el primero en saberlo. Si alguien en el vecindario sufría dificultades financieras, también él era el primero en saberlo. La espalda de Lloyd ya no era la misma, ni sus ojos u oídos, pero aún estaba a años del bastón y del braguero. O al menos eso esperaba.
    —Mira ese barco —dijo Don cuando Lloyd se acercó a la pasarela (Laurie, quizá temerosa del agua, se retiró hasta el final de la cuerda) —. ¿A cuánta gente pobre de África crees que pueda alimentar?
    —Creo que ni siquiera una persona hambrienta se comería un barco, Don.
    —Entiendes lo que… Ah, ¿qué llevas ahí? ¿Un nuevo cachorro? ¡Es adorable!
    —Es una perrita —dijo Lloyd—. La cuido por mi hermana.
    —Hola, linda —Dijo Don, encorvándose y alargando la mano. Laurie se apartó y ladró por primera vez desde que Beth la trajo: dos agudos y fuertes ladridos, después se calló. Don se incorporó.
    —No es tan amigable, ¿cierto?
    —No te conoce.
    —¿Ensucia en todos lados?
    —No mucho —dijo Lloyd y por un momento se quedaron mirando el barco a motor. Laurie se sentó en la orilla astillada de la pasarela y miró a Lloyd.
    —Mi esposa no tendría un perro —dijo Don—. Dice que sólo causan problemas y ensucian todo. Yo tuve uno cuando era un crío, una bella pero vieja Collie. Se cayó a un pozo. La tapa estaba podrida y cayó hasta el fondo. Tuvimos que sacarla con un… como se llame.
    —¿En serio?
    —Sí. Debes tener cuidado con la carretera. Si sale corriendo, ahí se acaba todo. ¡Mira el tamaño de ese maldito barco! Un dólar a que se queda varado.
    El bote no encalló.
    Mientras que el puente levadizo volvía a su lugar y el tránsito circulaba de nuevo, Lloyd miró a la cachorra y la vio dormida. La recogió. Laurie abrió los ojos, lamió la mano de Lloyd y se durmió de nuevo.
    —Debo regresar y hacer algo de cena. Descansa, Don.
    —Lo mismo digo. Y vigila a esa cachorra o morderá todo.
    —Ya le he comprado algunos juguetes para mordisquear.
    Don sonrió, revelando una fila de dientes disparejos que le provocó escalofríos.
    —Preferirá tus muebles. Espera y verás.


4

    Esa noche, mientras miraba las noticias en la televisión, Laurie llegó a lado de su silla y profirió dos de aquellos ladridos agudos. Lloyd sopesó su mirada ansiosa, consideró los pros y contras, después la tomó y la acomodó en su regazo.
    —Orínate encima y te mueres —le dijo.
    No se orinó en él. Se durmió con el hocico bajo la cola. Lloyd la acarició distraído mientras miraba un video hecho con un móvil de un ataque terrorista en Bélgica. Cuando las noticias terminaron, llevó a Laurie afuera, cargándola de nuevo como balón de futbol americano. La aseguró con la correa y la dejó caminar al borde de Oscar Road, donde se agachó e hizo sus necesidades.
    —Buena idea —dijo Lloyd—. Recuérdalo para la próxima.
    A las nueve en punto, forró el corral con una capa doble de almohadillas para cachorro – pudo ver que debería comprar más al otro día, además de otros tantos rollos de papel – y la colocó dentro. Laurie se sentó, mirándolo. Cuando le dio un poco de agua en una taza, ella sorbió por un rato y después se recostó, aun mirándolo.
    Lloyd se desvistió hasta los calzoncillos y se acostó, sin molestarse en correr la sobrecama. Había aprendido por experiencia que si hacía eso la encontraría en el suelo a la mañana siguiente, una víctima de sus sacudidas y vueltas en la cama. Esa noche, sin embargo, se durmió de inmediato y no se despertó hasta las dos de la madrugada, al sonido de chirriantes alaridos.
    Laurie yacía con el hocico atrapado entre las barras del corral como un recluso aislado en confinamiento solitario. Había varias salchichas en las almohadillas.
    Calculando que a tal tardía hora habría pocos transeúntes en Oscar Road que se ofendiesen al avisar a un hombre en calzoncillos con camiseta, Lloyd se colocó sus pantuflas y sacó a su visitante (así era como aún veía a Laurie). La colocó en la entrada. Caminó un poco, olfateó una plasta de pájaro y se orinó en ella. Él le dijo de nuevo que recuerde aquello. Ella se sentó y miró a la calle vacía. Lloyd dirigió su mirada a las estrellas. Pensó que nunca había visto tantas, después resolvió que ya debía haberlo hecho, sólo que hacía mucho. Trató de recordar la última vez que había estado afuera a las dos de la mañana y no pudo. Contempló la vía láctea, casi cautivado, hasta que notó que se dormía de pie. Llevó a la cachorra de vuelta a la casa.
    Laurie lo miraba en silencio mientras cambiaba las almohadillas donde se había hecho, pero los ladridos comenzaron de nuevo tan pronto como la colocó en el corral. Consideró llevarla a la cama con él, pero de acuerdo con ¡Así que tiene un nuevo cachorro! aquello era una mala idea. La autora (una veterinaria llamada Suzanne Morris) aseguró sin dudar: “Una vez que ha iniciado ese camino, le será muy difícil regresar.” Además, no le agradaba la idea de despertarse y encontrar una de esas pequeñas salchichas marrones en el lado de la cama donde su esposa había dormido. No solo le parecería una falta simbólica de respeto, sino significaría cambiar la cama, una tarea que también no le agradaba porque siempre lo arruinaba.
    Se dirigió a la habitación que Marian había nombrado como su guarida. Muchas de sus cosas aún estaban ahí, porque, a pesar de las convincentes sugerencias de su hermana de que lo hiciese, Lloyd no había tenido el valor para limpiar el lugar. Prácticamente se había alejado de esta habitación desde la muerte de Marian. Incluso le dolía mirar a las fotografías en la pared, en especial a las dos de la mañana. Pensaba que a esas horas la piel de una persona era más delgada. No comenzaba a hacerse más fuerte hasta las cinco, cuando las primeras luces comenzaban a llegar desde el este.
    Marian nunca se actualizó con un iPod, pero el reproductor portátil de CD que se llevaba dos días a la semana a su grupo de ejercicio estaba en la repisa arriba de su pequeña colección de álbumes. Abrió el compartimiento de las baterías y notó que las triple-A no estaban corroídas. Echó un vistazo a los CD, se detuvo en uno de Hall and Oates, después buscó Grandes Exitos de Joan Baez. Colocó el CD y giró satisfactoriamente cuando cerró la tapa. Lo llevó a la habitación. Laurie detuvo sus quejidos al ver a Lloyd. Pulsó el botón de PLAY y Joan Baez empezó a cantar “The Night They Drove Old Dixie Down.” Colocó el CD en una de las almohadillas frescas. Laurie lo olfateó, después se recostó a un lado, con el hocico casi tocando la etiqueta adhesiva en donde se leía PROPIEDAD DE MARIAN SUNDERLAND.
    —¿Te gusta? —preguntó Lloyd—. Espero que sí, maldita sea.
    Regresó a la cama y se recostó con las manos metidas en la almohada, donde la tela estaba fría. Escuchó la música. Cuando Baez cantó “Forever Young,” lloró un poco. Muy predecible, pensó. Qué cliché. Después se durmió.


5

Septiembre dio paso a octubre, el mejor mes del año en el norte de Nueva York, donde Marian y él habían vivido hasta su jubilación y en la humilde opinión de Lloyd (EMHO, como decían en Facebook) el mejor mes allí en la costa oeste de Florida. Lo peor del calor se había ido, pero los días aún permanecía calurosos y las noches de enero y febrero aún se encontraban en el próximo calendario. Muchas de las aves migratorias también estaban en el próximo calendario y en lugar de abrir y cerrar cincuenta veces al día, el puente levadizo Oscar sólo detenía el tráfico unas doce o veinte veces. Y había mucho menos tráfico para detener.
    El Cayman Key Fish House reabrió sus puertas después de un descanso de tres meses y todos los canes eran bienvenidos a un área conocida como el Patio de los Perritos. Lloyd llevaba ahí a Laurie con frecuencia, ambos paseando en el Camino de las Seis Millas a un lado del canal. Lloyd levantaba a la perrita en los lugares donde el camino estaba poblado por juncos; ella trotaba con facilidad por entre el palmito colgante mientras que Lloyd tenía que abrirse camino con la cabeza gacha y el brazo alargado para apartar la maleza más gruesa, siempre temeroso de que algún roedor saltase a su cabello, aunque aquello nunca había ocurrido. Cuando llegaban al restaurante, ella se sentaba en silencio a un lado de sus zapatos a la luz del sol, en ocasiones premiada por sus buenos modales con un trozo de papa frita del plato de pescado y patatas de Lloyd. Las meseras, todas encantadas con ella, se agachaban para acariciarle el grisáceo pelaje.
    Bernadette, la recepcionista, estaba en particular fascinada con ella. “Esa carita,” siempre decía, como si aquello explicase todo. Se arrodillaba junto a Laurie, lo cual le otorgaba a Lloyd una excelente y siempre bien apreciada vista de su escote. “Oooh, ¡esa carita!
    Laurie aceptaba estas atenciones, pero no parecía desearlas. Simplemente se sentaba, mirando a su nueva admiradora antes de regresar su atención a Lloyd. Parte de su interés pudo haber tenido que ver con las papas fritas, pero no todo; miraba a Lloyd meticulosamente justo como lo hacía cuando miraba televisión. Hasta que se dormía.
    Aprendió con rapidez dónde hacer sus necesidades, y a pesar de la predicción de Don, no masticó los muebles. Pero sí masticó sus juguetes, los cuales se multiplicaron: primero en tres y después de seis a una docena. Lloyd encontró una vieja caja para guardarlos. Laurie iba a esta caja en las mañanas, ponía sus patas delanteras en su borde y examinaba el contenido como un comprador de Publix evaluando el producto. Finalmente escogía uno, lo llevaba a una esquina y lo mordía hasta aburrirse. Después regresaba a la caja y elegía otro. Al final del día se los encontraba esparcidos por toda la habitación, la sala y la cocina. El último quehacer de Lloyd antes de ir a la cama era recogerlos y devolverlos a la caja. No sólo por el desorden, sino porque la perrita parecía tenerle tal aprecio a inspeccionar cada mañana sus despojos acumulados.
    Beth llamaba de vez en cuando, preguntando sobre sus hábitos alimenticios, recordando los cumpleaños y aniversarios de viejos amigos y familiares aún más viejos, manteniéndolo al tanto de quién había colgado los tenis. Ella siempre terminaba preguntando si Laurie aún estaba en periodo de prueba. Lloyd decía que sí hasta un día a mediados de octubre. Habían regresado del Fish House y Laurie se encontraba durmiendo boca arriba en medio del piso de la sala, con las piernas extendidas a los cuatro puntos cardinales. El viento del aire acondicionado mecía el pelaje de su barriga, y Lloyd se dio cuenta de que era preciosa. No era un sentimiento, tan solo un hecho natural. Sentía lo mismo con las estrellas cuando la llevaba afuera para que hiciera el último pis de la noche.
    —No, creo que ya hemos superado la etapa de prueba. Pero si ella vive más que yo, Bethie, te la llevarás de vuelta – y al diablo con las alergias de Jim – o le encontrarás un buen hogar.
    —Te copio, Pato de Hule. —Lo de Pato de Hule lo había aprendido en los setentas de una vieja canción de carretera y lo había repetido desde entonces. Era otra cosa de Beth que Lloyd encontraba adorable y jodidamente irritante a la vez—. Me alegra que esté funcionando —bajó la voz—. La verdad es que no pensaba que funcionase.
    —Entonces, ¿por qué la trajiste?
    —Era un tiro al aire. Sabía que necesitabas algo más complicado que un pez dorado. ¿Ya ha aprendido a ladrar?
    —Es más que un ladrido. Lo hace cuando viene el cartero o los de UPS o cuando Don pasa a por una cerveza. Siempre sólo dos. Un yark-yark y listo. ¿Cuándo vendrás por aquí?
    —Fui la última vez. Es tu turno de venir.
    —Tendré que llevar a Laurie. De ninguna manera la dejaré con Don y Evelyn Pitcher.
    Mirando a su adormilada perrita, se dio cuenta de que no había forma de que la dejase con nadie. Incluso en los breves viajes al supermercado se ponían nervioso por ella y siempre se calmaba al verla esperando en la entrada cuando llegaba a casa.
    —Tráela entonces. Me encantaría ver cuánto ha crecido.
    —¿Qué hay de las alergias de Jim?
    —Al diablo con sus alergias —dijo, después colgó entre risas.


6

Después de las exclamaciones y muestras de cariño hacia Laurie – quien, además de hacer una parada para aliviar la vejiga, había dormido todo el camino hasta Boca en el asiento trasero – Beth regresó a sus acostumbradas prioridades de hermana mayor. Aunque pudo fastidiarlo con muchos temas (era una experta en eso), su mayor problema esta vez era la doctora Albright, Lloyd tuvo que ir a visitarla para un chequeo postergado.
    —Aunque te miras bien —dijo Beth—, tengo que decirlo. Tal parece que estás bronceado. Suponiendo que no se trate de ictericia.
    —Siempre cuento contigo para una opinión alentadora, Bethie. Es solo el sol. Llevo a Laurie a caminar tres veces al día. A la playa al amanecer, desde el Camino de las Seis Millas al Fish House, donde como el almuerzo, y de vuelta a la playa en las tardes. Y a la puesta de sol. A ella no le interesa – los perros no tienen sentido de la estética – pero yo sí lo disfruto.
    —¿La llevas al borde del canal? Jesús, Lloyd, esa cosa se está destruyendo. Un día de estos se colapsará bajo tus pies te arrojará al canal, junto con esta princesita.
    Acarició la cabeza de Laurie quien entornó los ojos y parecía que sonreía.
    —Ha estado ahí por más de cuarenta años. Creo que durará más que yo.
    —¿Ya has hecho la cita con el doctor?
    —No, pero lo haré.
    Ella tomó el teléfono.
    —Hazlo ahora, ¿por qué no? Quiero verte hacerlo.
    Pudo notar en la mirada de sus ojos que ella no esperaba que aceptase aquello, lo cual fue un motivo para hacerlo. Pero no el único. Años atrás, había temido ir al doctor; esperando ese momento (sin duda influenciado por varios programas de TV) cuando el doctor lo mirase con seriedad y le dijese: tengo malas noticias.
    Ahora, sin embargo, se sentía bien. Cuando se levantaba en las mañanas tenía las piernas rígidas, probablemente por haber caminado mucho, y su espalda estaba más frágil que nunca, pero cuando buscó en su interior no encontró nada preocupante. Sabía que cosas malas podrían crecer inadvertidas en el cuerpo de un hombre adulto durante un buen tiempo – reptando por todos lados hasta que es tiempo de estallar – pero nada había avanzado hasta el punto de ser visible: nada de excrementos o esputos sangrientos, nada de dolores agudos en el estómago, nada de dificultades al tragar, nada de dolores al orinar. Se dio cuenta de que era mucho más fácil ir al doctor cuando el cuerpo te decía que no había porqué hacerlo.
    —¿De qué te ríes? —Beth parecía recelosa.
    —Nada. Dame eso.
    Quiso tomar el teléfono, pero ella lo apartó.
    —Si en verdad quieres hacerlo, usa el tuyo.


7

Dos semanas después del chequeo, la doctora Albright citó a Lloyd para revisar los resultados. Todo estaba bien.
    —Su peso es el óptimo, su presión sanguínea es normal, al igual que sus reflejos. Su nivel de colesterol ha mejorado desde la última vez que nos dejó tomar una muestra de su sangre.
    —Lo sé, ha pasado un tiempo —dijo Lloyd—. Quizá mucho.
    —De todos modos, no hay necesidad de ponerte en lípidos, lo cual deberá ver como una victoria. Al menos la mitad de mis pacientes de su edad los toman.
    —Camino mucho —dijo Lloyd—. Mi hermana me regaló una perra. Una cachorrita.
    —Los cachorros son el concepto de Dios de un perfecto programa de ejercicios. Por otro lado, ¿Cómo se siente? ¿Te las arreglas?
    Albright no necesitaba ser más específica. Marian también había sido su paciente y aún más meticulosa que con los chequeos de su marido de cada seis meses – muy proactiva en todos los ámbitos, esa era Marian Sunderland – pero el tumor que en un principio la privó de su inteligencia y después la mató estaban más allá de la proactividad. Había crecido muy profundo. Un glioblastoma, pensó Lloyd, era la versión de Dios de un calibre .45 al cerebro.
    —Muy bien —dijo Lloyd—. Ya duermo de nuevo. Me voy a la cama cansado la mayoría de las noches y eso ayuda.
    —¿Por la perrita?
    —Sí. Sobre todo por ella.
    —Deberá llamar a su hermana y agradecerle —dijo Albright.
    Lloyd pensó que era buena idea. La llamó más tarde e hizo aquello. Beth le dijo que no tenía por qué agradecer. Lloyd llevó a Laurie a la playa para dar un paseo. Él miró la puesta de sol. Laurie encontró un pez muerto y se orinó encima. Ambos regresaron a casa satisfechos.


8

El 6 de diciembre de ese año comenzó con normalidad, con una caminata a la playa seguido del desayuno: Gaines para Laurie, huevos revueltos y una tostada para Lloyd. No había ninguna premonición de que Dios preparaba su .45.
    Lloyd miró la primera hora del programa Today, después se fue a la guarida de Marian. Había encontrado un pequeño trabajo como contable en el Fish House y como concesionario de coches en Sarasota. No había presión, sin nada de estrés, y aunque sus necesidades financieras estaban cubiertas, era un placer trabajar de nuevo. Descubrió que le gustaba más el escritorio de Marian que el suyo. También le gustaba su música. Siempre le había gustado. Pensó que Marian estaría agradecida de que su espacio sea usado de nuevo.
    Laurie se sentó a un lado de su silla, masticando pensativa su conejo de juguete, después tomó una siesta. A las diez y media Lloyd guardó su trabajo y se alejó de la computadora.
    —Hora de merendar, pequeña.
    Ella lo siguió a la cocina y aceptó un palo masticable de cuero. Lloyd bebió leche y comió un par de galletas que venían en un paquete de un regalo anticipado de Beth. Estaban quemadas por debajo (las galletas de navidad quemadas eran otras de las especialidades de Beth), pero eran comibles.
    Leyó un poco –se esforzaba con la pesada obra de John Sandford – y se despertó por un tintineo familiar. Era Laurie, en la puerta de la entrada. Su correa colgaba del pomo y, con su hocico, sacudía de un lado a otro el broche de metal. Lloyd miró su reloj y vio que eran quince para las doce.
    —OK, está bien.
    Le puso la correa, palpó su bolsillo izquierdo para asegurarse de que llevaba su billetera y dejó que Laurie lo guiara a la brillante luz del mediodía. A medida que caminaban en Camino de las Seis Millas, Lloyd vio que Don estaba desempaquetando su colección navideña de decoraciones de plástico, tan tradicional como horrible: un nacimiento (sagrado), un Santa Claus gigante de plástico (profano) y una serie de gnomos de jardín pintados para parecer elfos (al menos Lloyd creyó que esa era la idea). Pronto, Don arriesgaría su vida al subir por una escalera y colgar luces parpadeantes, haciendo que el bungaló de los Pitcher se asemejara al casino flotante más pequeño del mundo. En años anteriores, las decoraciones de Don le habían puesto triste, pero ese día se río. Debes darle el crédito al hijo de perra. Tiene artritis, le fallaba la vista y tenía mal la espalda, pero no se daría por vencido. Para Don era la navidad o nada.
    Evelyn salió de la cubierta de atrás. Vestía una bata sin botones, tenía embadurnada en sus mejillas una crema blanquecina amarillenta y su cabello estaba alborotado. Don le había contado a Lloyd en secreto que su esposa había comenzado a zafársele los tornillos un poco y sin duda ese día daba esa impresión.
    —¿Lo has visto? —gritó Evelyn.
    Laurie miró hacia arriba y profirió su característico saludo: yark, yark. 
    —¿A quién? ¿A Don?
    —¡No, a John Wayne! Claro que a Don, ¿quién más?    
    —No lo he visto —dijo Lloyd.
    —Bien, si lo ves dile que deje de hacerse el flojo y que termine las malditas decoraciones. Las luces están colgando y los Reyes Magos están aún en el garaje. Ese hombre está chiflado.
    Si es así ya son dos, pensó Lloyd.
    —Se lo diré si lo veo.
    Evelyn se inclinó peligrosamente sobre el barandal.
    —¡Ese es un muy adorable perro! ¿Cómo dijiste que se llamaba?
    —Laurie — le dijo, como lo había hecho muchas veces.
    —¡Oh, una perra, una perra, una perra! —dijo Evelyn en un estilo Shakesperiano y después profirió una carcajada.
    —Estaré contenta cuando la maldita navidad se acabe, se lo puedes decir también.
    Se enderezó (un alivió; Lloyd no pensaba que hubiera podido atraparla si se hubiese caído) y regresó adentro. Laurie se puso de pie y trotó a lo largo del entablado, dirigiendo su hocico a los olores de la comida frita que flotaban en el aire desde el Fish House. Lloyd dobló con ella, deseando un filete de salmón a la parrilla en una cama de arroz. Las cosas fritas comenzaban a discrepar con él.
    El canal serpenteaba y el Camino de las Seis Millas serpenteaba con él, doblando perezosamente su camino, abrazando la orilla sobrepoblada de vegetación. Aquí y allá faltaban tablones. Laurie hizo una pausa para mirar a un pelícano bucear y salir con un pez retorciéndose en el saco de su pico, después continuaron caminando. Laurie se detuvo en un junco asomándose entre dos tablones que se habían torcido. Lloyd la cargó por su barriga – estaba creciendo mucho para ser cargada como balón de fútbol. Un poco más allá, justo al frente de la próxima curva, un palmito había crecido sobre el entablado formando un arco de baja altura. Laurie era lo suficientemente pequeña para pasar por ahí, pero se detuvo, olfateando algo. Lloyd llegó con ella y se agachó para mirar lo que había encontrado. Era el bastón de Don Pitcher. Aunque estaba hecho de gruesa caoba, una grieta surcaba desde la mitad de la punta de goma.
    Lloyd lo levantó y examinó tres o cuatro gotas de sangre que salpicaba la madera.
    —Esto no está bien. Creo que debemos regre…
    Pero Laurie salió corriendo, tirando la correa de las manos de Lloyd. Desapareció bajo el verde arco, el mango de la correa repiqueteaba y giraba detrás de ella. Entonces empezaron los ladridos, no solo el acostumbrado doble ladrido, era una lluvia de sonidos graves que no pensó que ella podía ser capaz de emitir. Alarmado, Lloyd gateó entre las palmas, agitando el bastón para empujar los racimos a un lado. Las ramas regresaban, rasguñando sus mejillas y frente. En algunas de ellas había gotas y manchas de sangre. Había más sangre en los bordes.
    Al otro lado, Laurie estaba parada con sus patas delanteras abiertas, su espalda se arqueaba y su hocico rozaba los bordes del entablado. Le estaba ladrando a un caimán. Pringado de un opaco verde negruzco, era un adulto de al menos diez pies de largo. Miró ladrar a la perrita de Lloyd con unos ojos sin brillo. Estaba tendido sobre el cuerpo de Don Pitcher, su hocico desafilado de pala descansando en el cuello de Don quemado por el sol, sus cortas y escamosas patas delanteras sosteniendo posesivamente sus hombros huesudos. Era el primer caimán que Lloyd veía desde que hizo un viaje con Marian a Jungle Gardens en Sarasota, y eso había sido hace años.
    La parte superior de la cabeza de Don estaba casi perdida. Lloyd pudo ver huesos astillados sobre lo que quedaba del cabello de su vecino. Una masa sanguinolenta, aún húmeda, se secaba en su mejilla. Había hilillos como de avena en él. Lloyd se dio cuenta de que miraba el cerebro de Don Pitcher. Que Don había estado pensando con aquello incluso hace unos minutos parecía despojar de sentido a todo el mundo.
    El asa de la correa de Laurie se había resbalado a un lado del entablado y había caído al canal. Continuaba ladrando. El caimán la contemplaba, por el momento sin moverse. Parecía increíblemente estúpido.
    —¡Laurie! ¡Cállate! ¡Cállate, maldita sea!
    Pensó en Evelyn Pitcher de pie en la cubierta trasera como una actriz en el proscenio de un teatro gritando: ¡Oh, una perra, una perra, una perra!
    Laurie dejó de ladrar, pero continuó gruñendo desde el fondo de su garganta. Parecía que había crecido el doble de su tamaño, porque su oscuro pelaje gris estaba erizado no solo en el cogote sino en todo su cuerpo. Lloyd se dejó caer en una rodilla sin despegar los ojos del caimán y metió la mano al canal, buscando la correa. La encontró, tiró del asa, se aferró a él y se puso de pie, sin dejar de mirar a la cosa negro-verduzca que descansaba sobre el cuerpo de Don. Tiró de la correa. En un principio fue como jalar un poste clavado en el suelo – Laurie era así de fuerte – pero después giró hacia él. Cuando hizo aquello, el caimán alzó la cola y la dejó caer, un porrazo sordo roció gotas de agua e hizo que el entablado temblase. Laurie se encogió y saltó a los zapatos de Lloyd.
    Se agachó y la recogió, sin despegar los ojos del reptil. El cuerpo de Laurie se sacudía, como si la atravesara una corriente eléctrica. Sus ojos estaban suficientemente abiertos como para dejar ver lo blanco alrededor de ellos. Lloyd estaba tan aturdido por haber visto al caimán a horcajadas sobre el cuerpo sin vida de su vecino como para sentir miedo y cuando los sentimientos regresaron no era miedo, pero sí un tipo de rabia protectora. Desabrochó la correa de Laurie de su collar y la dejó caer.
    —Ve a casa. ¿Me escuchas? Ve a casa. Ahora te sigo.
    Se agachó, aún mirando al caimán (el cual nunca dejó de mirarlo). Había cargado muchas veces a Laurie como un balón de fútbol cuando era más pequeña; ahora la llevó hacia atrás, a través de sus piernas y directo al arco del palmito.
    No había tiempo de ver si Laurie se iba. El caimán arremetió contra él. Se movió con increíble y totalmente inesperada velocidad, enviando el cuerpo de Don a varios pies más atrás al impulsarse con sus robustas patas traseras. Su boca se abrió, mostrando sus dientes como una sucia cerca de madera. En su lengua, carnosa y oscura con tintes rosáceos, Lloyd pudo ver trozos de la camisa de Don.
    Lo golpeó con el bastón, trayéndolo en un movimiento lateral. Golpeó la cabeza del caimán debajo de uno de sus inexpresivos ojos y quebró la madera por la grieta que tenía. La parte rota voló y cayó en el canal. El caimán se detuvo por un segundo, como sorprendido, después continuó. Lloyd pudo escuchar el sonido de sus dientes. Su boca se abrió, su pata trasera se deslizó sobre el entablado arrancando astillas grises.
    Lloyd no pensó en nada. Una parte profunda de él lo hizo. Apuñaló con lo que quedaba del bastón de Don, insertando la parte dentada dentro de la carne blanquecina a un lado de la cabeza en forma de pala del caimán. Tomando el bastón con ambas manos se inclinó hacia adelante, poniendo su peso en él y empujando tan fuerte como pudo. Por un instante, el caimán se alejó a un lado. Antes de recobrarse, hubo una serie de rápidos chasquidos, como pistoletazos de salida en una carrera. Una parte del viejo entablado se derrumbó, enviando la parte delantera del caimán al canal. Bajó la cola, golpeando los bordes torcidos y haciendo saltar el cuerpo de Don. El agua se sacudía. Lloyd se balanceó y caminó hacia atrás justo cuando la cabeza del caimán surgió del agua con sus mandíbulas cerrándose de golpe. Lo apuñaló de nuevo, sin apuntar, pero la punta dentada del bastón llegó al ojo del caimán. Se fue hacia atrás y si Lloyd no hubiese soltado el mango curvado del bastón, se hubiese caído al agua.
    Se dio media vuelta y huyó a través del palmito con los brazos extendidos al frente, esperando a ser mordido por atrás en cualquier momento o ser empujado hacia arriba cuando el caimán nadase debajo del entablado, plantarse en el mugriento fondo y abrirse paso hacia él. Salió del otro lado, embadurnado y manchado de la sangre de Don, sangrando de una docena de arañazos.
    Laurie no se había ido a casa. Estaba a unos metros y, cuando vio a Lloyd, corrió hacia él. Flexionó sus cuartos traseros y saltó. Lloyd la recibió (como un balón de futbol en un pase largo) y echó a correr, apenas notó que Laurie se retorcía en sus brazos, aullando y cubriendo su cara de frenéticas lamidas. Sin embargo, lo recordaría más tarde.
    Una vez que estaba lejos del entablado y del camino de conchas, miró hacia atrás, esperando a ver al caimán acelerar hacia ellos sobre el entablado con su inquietante e inesperada velocidad. Llegó a mitad del camino de su casa antes de que sus piernas se dieran por vencidas y se sentó. Lloraba y temblaba. Continuaba mirando hacia atrás vigilando al caimán. Laurie seguía lamiéndole la cara, pero su estremecimiento comenzaba a disminuir. Cuando sintió que podía caminar otra vez cargó a Laurie el resto del camino hasta su casa. Sintió dos veces desmayarse y tuvo que parar.
    Evelyn regresó a su cubierta y caminó fatigosamente hacia su puerta trasera.
    —Sabes que si llevas a un perro de esa forma comenzará a quererlo todo el tiempo. ¿Has visto a Don? Necesita terminar de colocar los adornos de Navidad.
    ¿No vio la sangre, se preguntó Lloyd, o sólo no quería verlo?
    —Hubo un accidente.
    —¿Qué clase de accidente? ¿Alguien chocó con el maldito puente otra vez?
    —Ve adentro —le dijo.
    Él se metió a la suya sin esperar que ella lo hiciese. Le dio a Laurie un recipiente con agua fresca y bebió con ansias. Mientras ella hacía eso, Lloyd llamó a emergencias.



9

La policía debió haber ido a la casa de los Pitcher una vez que encontraron el cuerpo de Don ya que Lloyd escuchó a Evelyn gritar. Quizá esos gritos no duraron mucho, pero a él le pareció una eternidad. Se preguntó si debía ir ahí, tal vez para tratar de consolarla, pero no se sentía capaz. Estaba más cansado de lo que pudo recordar, incluso desde la preparatoria después de una práctica de futbol americano en las tardes calurosas de agosto. Todo lo que quería hacer era sentarse en su silla con Laurie a su regazo. Ella se había dormido con el hocico en la cola.
    La policía vino y lo interrogó. Le dijeron que había tenido mucha suerte.
    —Además de suerte —dijo uno de los policías—, pudo pensar con rapidez cuando uso el bastón del señor Pitcher de esa forma.
    —Me hubiese atrapado si la parte de fuera del entablado no se hubiese desmoronado sobre su peso —dijo Lloyd. Probablemente pudo haber atrapado también a Laurie. Porque ella no se había ido a casa. Laurie había esperado.
    Esa noche la llevó a la cama con él. Ella durmió en el lado de Marian. Lloyd durmió muy poco. Cada vez que se dormitaba pensaba en cómo el caimán se había apoderado del cuerpo de Don, con estúpida posesividad. Sus negros ojos sin vida. Cómo parecía que sonreía. La inesperada velocidad con que le había atacado. Entonces acariciaba a la adormilada perrita a su lado.
    Beth viajó desde Boca al otro día. Lo regañó, pero no hasta que lo hubo abrazado y besado repetidas veces, haciendo pensar a Lloyd en cómo Laurie le había lamido la cara cuando emergió de las ramas del palmito.
    —Te quiero, estúpido viejo bastardo —dijo Beth—. Gracias al cielo que estás vivo.
    Después recogió a Laurie y la abrazó. Laurie aguantó aquello con paciencia, pero tan pronto como la bajó se echó a correr para encontrar su conejo de goma. Lo llevó a un rincón donde lo hizo chillar repetidas veces. Lloyd se preguntó si estaría fantaseando con que despedazaba al caimán y se dijo que estaba siendo estúpido. No podías convertirlos en algo que no eran. Aquello no lo había leído en ¡Así que tiene un nuevo cachorro! Era una de esas cosas que descubres por ti mismo.


10

El día después de la vista de Beth, un guardabosques del servicio de Pesca y Vida Salvaje de Florida fue a ver a Lloyd. Se sentaron en la cocina, y el guardabosques, cuyo nombre era Gibson, aceptó un vaso de té helado. Laurie se divirtió un rato olfateando sus botas y el dobladillo de sus pantalones, después se acostó bajo la mesa.
    —Hemos atrapado al caimán —dijo Gibson—. Tiene suerte de estar vivo, señor Sunderland. Era uno enorme.
    —Lo sé —dijo Lloyd—. ¿Lo han sacrificado?
    —No, y se está discutiendo si es conveniente hacerlo o no. Cuando atacó al señor Pitcher protegía una nidada de huevos.
    —¿Un nido?
    —Así es.
    Lloyd llamó a Laurie y ella llegó. La cargó y comenzó a acariciarla.
    —¿Por cuánto tiempo estaba esa cosa ahí? Caminaba con mi perrita por ese maldito entablado hasta el Fish House casi a diario.
    —El periodo normal de incubación es de sesenta y cinco días.
    —¿Esa cosa estaba ahí todo ese tiempo?
    Gibson asintió.
    —Sí, casi siempre. En lo profundo de las hierbas y el junco.
    —Viéndonos pasar.
    —A usted y a todo aquel que fuera por el entablado. El señor Pitcher debió haber hecho algo, tal vez por accidente, que la molestó… bueno… —Gibson se encogió de hombros—. No es instinto maternal, no sé si pueda llamarse así, pero ellos están programados para proteger el nido.
    —Tal vez agitó el bastón hacia ella —dijo Lloyd—. Siempre agitaba su bastón. Incluso pudo haberla golpeado. O al nido.
    Gibson terminó su té helado y se puso de pie.
    —Pensaba que le gustaría saberlo.
    —Gracias.
    —Seguro. Aquella es una preciosa perrita. ¿Border collie y qué más?
    —Mudi.
    — Sí, claro, es verdad. Y ella iba con usted ese día.
    —Delante de mí, de hecho. Ella lo vio primero.
    —Ella también tiene suerte de estar viva.
    —Sí —Lloyd la acarició. Laurie lo miró con sus ojos color ámbar. Se preguntó, como casi siempre lo había hecho, qué veía en el rostro que la miraba a ella. Era un misterio, como las estrellas que veía cuando la sacaba en las noches.
    Gibson le agradeció por el té helado y se marchó. Lloyd permaneció sentado por un rato, acariciando aquel pelaje gris. Después bajó a su perrita para que fuese a hacer sus cosas mientras él hacía las suyas. Así era la vida, te atrapa, y lo único que puedes hacer es vivirla.


En recuerdo de Vixen


Copyright © 2018, Stephen King

¿Qué es realmente el arte?

Creo es obvio, pero debo advertir que las opiniones de la siguiente entrada son basadas en percepciones personales. Me he anclado a la lib...