miércoles, 5 de agosto de 2020

Libro de Cuentos: Mujer de Espíritu Joven y Otros Relatos Estrambóticos



Una mujer y su hijo visitan un peculiar zoológico. 
Un diario local que predice el futuro a través de sus noticias. 
Una mujer que recurre a la brujería para intentar cambiar la actitud de su marido.
Un hombre que asegura que su madre ha sido raptada y reemplazada con su doble. 
    Estas y otras nueve historias estrambóticas están presentes en esta fascinante antología de cuentos que explora la conciencia humana y describe las perturbadoras posibilidades de la mente que en ocasiones pueden ser tan oscuras como el fondo de un pozo.

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LA CENA 



El gato llega, pasa por debajo de la mesa y se restriega contra tus piernas desnudas. Estás ya acostumbrado de tales caricias que no te inmutas e ignoras al felino que no ha comido desde las nueve, pero que ya le urge masticar algo de carne enlatada.

Miras al gato salir de la cocina. Su cola se agita en el aire y desaparece en el umbral.

El reloj marca las seis y media. Recuerdas que la abuela tenía un reloj de péndulo en su sala ubicado al lado del sofá que eran tan antiguo como el mismo reloj. Aquel dictaba cada hora con un hueco y acompasado timbre. La única gracia del reloj de tu cocina es su forma cuadrada. Gracias al silencio puedes escuchar con detalle el rodar de sus manecillas.

Tac, tac, tac, tac…

Parece que nunca se callará, al menos hasta que se acabe la energía de sus baterías.

Bajas el cuchillo con sutil costumbre y miras cómo el jitomate se parte en dos. Los jugos rojizos chorrean. Cortas otra vez y el filo del cuchillo pasa cerca de tu pulgar. Inspeccionas tu dedo. Nada. No te has hecho daño. Sigues cortando después de aquella pausa. Aún hay otros dos jitomates en el cuenco.

El teléfono cobra vida y escuchas su timbre en la lejanía. Te levantas y caminas hacía la sala.

—¿Hola?

Sostienes el teléfono muy cerca de tu oreja, pues aquel aparato ha comenzado a fallar. Es quizá hora de adquirir uno nuevo.

—Llegaré temprano a la casa —dice una voz electrificada. Tardas un poco en reconocer de quién se trata, pero al final una imagen nítida aparece en tu mente.

—¿Por qué? —Alcanzas a decir. No sabes si es el teléfono o la persona con la que hablas no quiere responder, pero hay una larga pausa.

—Te veo en un rato.

El teléfono emite su monótono sonido de apagado. Colocas el aparato en su lugar y regresas a la cocina.


Recuerdas que debes sacar la pierna de cerdo del congelador. Debes de descongelarlo ahora, ya que no tienes mucho tiempo. Abandonas las verduras y el cuchillo y procedes a abrir la compuerta del congelador. El aire helado se desliza perezoso por tus brazos. Tomas la carne y la llevas al lavabo.

Imaginas al gato; está junto a la carne, ya asada y humeante. Le da pequeños mordiscos, se deleita, mueve la cola y cierra los ojos mientras traga. Piensas que no se merece aquella pieza de carne y te compadeces del minino.

Abres la llave y la pierna envuelta en plástico comienza a empaparse.

Mientras tanto, buscas en la estantería y tomas una lata de comida de gato cuyo contenido termina en el pequeño plato del felino.

Llamas al gato por su nombre y este llega trotando. Comienza a comer.


La olla en la estufa burbujea. Le has agregado las verduras y una que otra yerba de olor. Revuelves el mejunje con una palilla de madera y te detienes a probarla. Deliciosa.

El horno está listo para la pierna de cerdo. Pero el cerdo no lo está aún. Tienes que bañarlo en aceite, sal y pimienta. Todo eso lo haces mientras escuchas el paso del reloj en la pared.

* * * 

—Aquí estoy —dice una voz en la lejanía.

Te apresuras a beber el vaso de agua que te has servido y no puedes evitar derramar un poco. Te mojas el pecho y bajas la cabeza para descubrir qué tanto te has empapado. No es grave. Tomas un trozo de papel de cocina y oprimes la tela para secarte.

—Lo siento —dice aquella voz con debilidad.

Miras y piensas que algo malo ha pasado.

—¿Qué tienes? —Dices.

—No es importante, es sólo que tuve un accidente mientras venía. ¿Está lista la cena? Huele rico.

Observas cómo camina. Destapa la olla y acerca la nariz para olfatear.

—Oh, esto está bueno.

La pierna de cerdo está en el horno aún y piensas que debes decírselo para evitar malentendidos.

—¿Está lista? —Pregunta de nuevo.

—Aún no. Está horneándose… quiero decir, está sólo dorándose.

—Bien —dice.

—Puedes ir a cambiarte esa ropa y después relajarte.

—Eso haré.

Se aleja. Te quedas inmóvil y escuchas sus pasos alejarse. Incluso puedes percibir cuando saluda al gato. Seguro se detuvo a acariciarle el cuello.


Le has mentido. La pierna no estará lista hasta dentro de… Miras el reloj cuadrado y sumas los minutos. Hasta dentro de veinte minutos. Piensas que aún hay tiempo. Quizá puedas hacer una distracción.

Sí, eso haces.

Tomas un vaso de la cocina y lo colocas en la mesa. Buscas en el refrigerador y extraes una botella de vino. Gracias a Dios que ya está abierta.

El vino comienza a derramarse en el vaso y te detienes en seco.

Ahí está de nuevo.

Observas su pecho desnudo. Después de un silencio te das cuenta de que sólo lleva su ropa interior y sus calcetines. La escena cómica de aquella película te viene a la cabeza. Incluso puedes escuchar la voz ronca de Bob Seger cantando sobre lo bueno que es el Rock N’ Roll de antaño.

Nadie canta ahí en la cocina.

—Me daré un baño en la tina —dice.

Miras su rostro; la ceja derecha arqueada y los cabellos revueltos como un nido destruido.

Diviértete. Y no te vayas a dormir, porque puedes ahogarte y no podrás tomarte tu vino.

Asientes deprisa y aquel pensamiento vuela al olvido.

—Llévame el vino.

Miras el vaso de cristal y continúas con tu trabajo de llenarlo.

El gato regresa y desaparece bajo la mesa. Sientes su pelaje entre tus piernas. Su cola se enreda en tu tobillo izquierdo y piensas que el animal pide ser acariciado. Si aquel gato pudiese hablar diría algo como «maldita sea, acaríciame, acaríciame hasta quedar dormido».

Ignoras al gato y caminas al refrigerador para guardar la botella. El felino te sigue y se interpone entre la puerta. De tu boca sale un débil shú, pero el animal no entiende de onomatopeyas. Aquel es un buen momento para deshacerse de él. Te imaginas la escena, la mano que detiene a la puerta se tensa, la cierras y la mitad del cuerpo del gato queda dentro del refrigerador. Ya no hay miaus, ya no hay caricias.

De nuevo, esos son sólo pensamientos, producto de tu mente inquieta.

El gato se aleja.

* * * 

La puerta del baño la encuentras cerrada. Tocas dos veces con tu puño, pero nadie contesta.

¿Se habrá ahogado? ¿Es posible? ¿Dormirse y ahogarse en la bañera?

—Pasa —dice una voz amortiguada.

Abres la puerta y notas el cuerpo desnudo dentro de la bañera. A los pies del cuerpo se encuentra aquella llave plateada que nunca ha sido reparada. Ahora gotea como siempre.

El espejo se ha empañado y no te puedes reflejar en él, solo puedes ver tu borrosa silueta.

Le entregas el vaso y el líquido rojizo desaparece mientras baja por su garganta.

—El agua —dices, casi en un murmullo.

—¿Qué tiene el agua? —Contesta. Su sonrisa se ensancha.

—Parece… Se parece al vino.

—Tal vez. Hoy me he ensuciado mucho y necesitaba con urgencia un baño.

Sonríe, mostrando una fila de dientes sucios. 

* * * 

De vuelta a la cocina, extraes la pierna del horno. La depositas en la mesa y colocas platos y cubiertos. También tomas una lata de cerveza del refrigerador.

La espesa y rica salsa de tomate la viertes en un cuenco de cristal.

El gato llega de nuevo, piensas que fue por los olores. Maúlla una vez y crees que es tiempo de darle más comida. Pero lo ignoras y continúas preparando todo.

* * *

—Está muy bueno —dice, mientras mastica un trozo de pierna.

—¿Quieres más pan?

—Claro.

Descubres que tiene un apetito enorme. Se ha comido más de la mitad de la pierna de cerdo y las verduras las ha devorado todas, excepto las que serviste para ti.

—Come despacio —dices—, no quieres tener pesadillas.

—Eso decía mi madre. Ella siempre fue una obstinada. Preparaba pasteles y los compartía con todos los vecinos. Yo odiaba a los vecinos, pero ella creía que todos debemos hacer el bien, aunque nos estén pisoteando, ¿tu madre era así?

Recuerdas de pronto a la señora que fue tu madre. Su olor a vainilla invade los rincones de tu cerebro. La ves pintando la cerca, la ves utilizando por primera vez una licuadora, la ves dándote un beso antes de alejarse de vuelta a la casa para así abandonarte en el colegio.

—No sé —respondes—, creo que no era así.

Continúan comiendo. El gato yace a un lado, esperando su comida enlatada.

* * * 

Afuera, los grillos dan su concierto nocturno. La televisión está encendida y un hombre de bigote habla sobre un trágico accidente de avión. Ambos pilotos murieron y piensas que después de todo tienes suerte de estar donde estás, a lado de alguien que aún no se ha lavado los dientes. Seguro que existen restos de carne en su dentadura, pudriéndose con lentitud.

El hombre de la televisión se calla y un comercial de autos aparece.

El libro que has estado leyendo reposa en el buró. Lo tomas y buscas la página 245. Comienzas a leer.

La capacidad de entendimiento de Laurence se vio afectada por aquella pregunta. Todos en la sala miraron a aquel abogado calvo de corbata que está ya saboreando el whisky que se tomará al llegar a casa. La señora Hunters suspira y comienza a hablar con su voz deteriorada. «Me es imposible,» dice, «Todos aquí sabemos que mi nieta es inocente.» El abogado comienza a hablar, pero alguien interrumpe. Es la amante de Frank; mujer de billetera y pechos grandes…

Cierras el libro de golpe. Puedes incluso ver flotar frente a ti las partículas de polvo que han surgido y que pronto se perderán en la nada.

Una mano se desliza por tu estómago colándose por entre tus ropas. El contacto con aquellos dedos te hace estremecer.

Dejas caer el libro y aterriza en el suelo. Tus ojos se han cerrado desde hace mucho. Sientes unos labios resecos besarte el hombro izquierdo que después suben deseosos hasta llegar a tu boca. Una mano se encarga de oprimirte las nalgas. Sientes dolor, pero eso es parte de todo.

Tus ropas, que han sido escogidas como las indicadas para acompañarte en el sueño, son aventadas al suelo, junto al libro.

Las manos te toman de la cadera y tu cuerpo gira. La cama rechina y piensas que sería indicado cambiarla por una nueva, como el teléfono, como la llave de la bañera.

La respiración en tu oreja derecha se acelera, es como la de un caballo que apenas comienza una carrera.

Los comerciales de la televisión se han ido. El hombre de bigote comienza a hablar de nuevo y relata la historia de un asesinato.

Tus oídos quieren escuchar, pero tu mente se desvía. Poco a poco te sumes en un trance. Es como aquella montaña rusa. Cuando tu padre te dio la noticia de que ya tenías la edad suficiente para subirte. Tu corazón se aceleró tanto que creíste que te saltaría por la boca. Aquel juego comenzó y sentiste que volarías, que podrías al fin tocar las nubes.

Escuchas las palabras que salen de la televisión, pero no sabes lo que significan.

Un chorro cálido comienza a deslizarse por tu rostro. Aquel líquido logra penetrar por tu boca y saboreas el metálico sabor de la sangre.

Necesitas gritar.

Quieres hacerlo con todas tus fuerzas.

Pero una boca de dientes sucios te está comiendo la garganta.

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