LAURIE
Lloyd, un hombre que acaba de perder a su mujer, recibe un «regalo» inesperado por parte de su hermana. Laurie, una adorable cachorrilla mezcla de Border Collie y Mudi, que poco a poco cambiará su vida para siempre.
Pero lo que prometía ser una vida apacible de paseos por la playa y comidas relajantes se ve truncada por un hecho inesperado.
Relato: LAURIE
Autor: Stephen King
Traducción al español: Gabriel Zapata
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Copyright © 2018, Stephen King
LAURIE
1
Seis meses después de que su esposa de 40 años
muriese, la hermana de Lloyd Sunderland viajó desde Boca Ratón a Caymen Key
para visitarlo. Llevaba consigo a una cachorrita color gris oscuro que, según
ella, se trataba de la cruza de un border collie con un mudi. Lloyd no tenía la
menor idea de lo que era un mudi y tampoco de importaba.
—No
quiero un perro, Beth. Un perro es lo último que quiero en el mundo. Apenas
puedo cuidar de mí mismo.
—Obvio
—dijo ella, desenganchándole a la cachorra una correa tan pequeña que parecía
de juguete —. ¿Cuánto peso has perdido?
—No sé.
Ella lo
analizó.
—Diría
como unos seis kilos. Te los puedes permitir, pero no más. Te haré unos huevos
revueltos con salchicha. Con pan tostado. ¿Tienes huevos?
—No quiero huevos
revueltos —dijo Lloyd, mirando a la perrita. Estaba sentada en la afelpada alfombra
blanca. Se preguntó cuánto tiempo pasaría para que dejase ahí una tarjeta de visita.
La alfombra necesitaba una buena aspirada y probablemente un lavado, pero al
menos nadie lo había orinado. La perrita lo miraba con sus ojos color ámbar.
Casi parecía que lo estudiaba.
—¿Tienes huevos o
no?
—Sí, pero…
—¿Y salchicha? No,
claro que no tienes. Probablemente has estado viviendo de waffles congelados y
sopa Campbell. Iré a Publix. Pero antes revisaré tu refrigerador y veré qué más
necesitas.
Era su hermana
mayor por 5 años. Lo había criado después de que su madre muriese y de niño
nunca pudo oponerse a ella. Ahora eran mayores y aún no podía oponérsele,
especialmente en ausencia de Marian. Parecía que había un agujero ahí donde
solían estar sus entrañas. Podrían volver, tal vez no. 65 años era ya una edad
avanzada para la regeneración. Al perro, sin embargo, sí podría resistirse. ¿En
qué demonios pensaba Bethie?
—No me lo quedaré
—dijo, hablando a las espaldas de ella cuando se dirigía a la cocina caminando
con aquellas piernas de cigüeña—. Tú la compraste, puedes devolverla.
—No la compré. La
madre era una auténtica border collie que se fugó y se apareó con el perro del
vecino. Ese era el mudi. El dueño de la madre se las arregló para regalar a los
otros tres, pero esta era la más pequeña y nadie la quiso por eso. El sujeto,
un campesino, estaba a punto de llevarla a la perrera cuando pasé y vi un
anuncio pegado a un poste de teléfono. ¿ALGUIEN QUIERE UN PERRO?, decía.
—Y pensaste en mí
—dijo, aun mirando a la cachorrita, que lo miraba de vuelta. Sus orejas
puntiagudas parecían ser la parte más grande de ella.
—Sí.
—Estoy de luto, Beth. —Ella era la única
persona con la que podía expresar su situación y aquello era un alivio.
—Lo sé.
Botellas chocaron
entre sí en el refrigerador abierto. Podía ver su sombra en la pared cuando se
agachaba y reacomodaba las cosas. Es una auténtica cigüeña, pensó, una cigüeña
humana que probablemente vivirá para siempre.
—Una persona
afligida necesita de algo para distraer su mente. Algo que pueda cuidar. Eso es
lo que pensé cuando vi aquel anuncio. No se trata de saber quién quiere un
perro, se trata de quién necesita uno. Ese eres tú. Jesucristo, este
refrigerador es una granja de moho. ¡Qué asco!
La perrita se
levantó, dio un tímido paso hacia Lloyd y cambió de parecer (asumiendo que pensara)
y se sentó de nuevo.
—Quédatela tú.
—De ninguna
manera. Jim es alérgico.
—Bethie, tienes
dos gatos. ¿Él no es alérgico a ellos?
—Sí, y los gatos
son suficientes. Si es así como te sientes llevaré a la perrita al refugio
animal en Pompano Beach. Le dan tres semanas antes de dormirlos. Es una pequeña
y adorable cosa con un pelaje como el humo. Quédatela antes de que se le acabe
el tiempo.
Lloyd puso los
ojos en blanco, incluso no estando ella para verlo. Había hecho lo mismo cuando
tenía ocho años, cuando Beth le dijo que si no limpiaba su habitación le daría
cinco golpes en el trasero con su raqueta de bádminton. Algunas cosas nunca
cambian.
—Empaca tus cosas
—dijo Lloyd—, iremos a un viaje todo pagado de Beth Young hacia la culpabilidad.
Beth cerró el
refrigerador y regresó a la sala. La cachorrita le echó un vistazo y después
continuó inspeccionando a Lloyd.
—Me voy al Publix,
donde espero gastarme algunos cientos de dólares. Te traeré el recibo así
podrás rembolsarme el dinero.
—¿Y qué se supone
que haga mientras tanto?
—¿Por qué no te
quedas a conocer a la indefensa perrita que enviarás a la cámara de gas? —se
agachó para acariciarle la cabeza—. Mira esos ojos esperanzados.
Lo que Lloyd vio
en esos ojos color ámbar fue sólo análisis. Evaluación.
—¿Qué se supone
que haga cuando se orine en la alfombra? Marian la puso justo cuando enfermó.
Beth señaló a la
pequeña correa en el escabel.
—Llévala afuera. Enséñale
el descuidado jardín floreado de Marian. Por cierto, la orina no le hará tanto
daño a esa alfombra. Está sucia.
Tomó su bolso y se
dirigió a la puerta, sus viejas y delgadas piernas se alargaban con vanidad.
—Una
mascota es el peor regalo que puedes hacerle a alguien —dijo Lloyd—. Lo leí en
internet.
—Donde
todo es verdad, supongo.
Se
detuvo y lo miró. La áspera luz de septiembre de la costa oeste de Florida chorreaba
en su rostro, mostrando la manera en la que su labial había penetrado en las
pequeñas arrugas alrededor de su boca, y la forma en la que sus párpados
inferiores habían comenzado a curvarse debajo de sus ojos, y las frágiles pero
prominentes venas pulsando en su ahuecada cien. Cumplirá los setenta muy
pronto. Su fuerte, terca, atlética y obstinada hermana ya era vieja. Como él.
Ellos
eran la prueba de que la vida no era más que un breve sueño de una tarde de
verano. Bethie aún tenía a su esposo, dos hijos adultos y cuatro nietos – la
interesante multiplicación de la naturaleza. Él había tenido a Marian, pero
ella se había ido y no hubo hijos. ¿Se suponía que remplazaría a Marian con un
cachorro de cruza? La idea era tan cursi y absurda como una tarjeta de
Hallmark, e igual de irreal.
—No me
la quedaré.
Ella le dedicó la
misma mirada como cuando era una niña de trece años, aquella que dijo que la
raqueta de bádminton aparecería pronto si él no se comportaba.
—Lo harás al menos
hasta que regrese del Publix. También tengo otros pendientes y los perros se mueren
en los calurosos autos. En especial los más pequeños.
Cerró la puerta.
Lloyd Sunderland, retirado, viudo de seis meses, desinteresado últimamente en
la comida (u otro placer de la vida), se sentó mirando a su inoportuna invitada
en su alfombra. La cachorra la miraba de vuelta.
—¿Qué miras, tonta?
—Preguntó.
La cachorra se
incorporó y caminó hacia él. De hecho, se tambaleaba como si caminase por hierba
alta. Se sentó de nuevo a un lado del pie izquierdo de Lloyd, mirando hacia
arriba. Lloyd bajó una mano con cuidado, esperando un mordisco. Sin embargo, la
perrita lo lamió. Tomó la correa y la aseguró al pequeño collar rosa.
—Vamos. Te sacaré
de la alfombra antes de que sea demasiado tarde.
Tiró de la correa.
Ella permaneció sentada, mirándolo. Lloyd suspiró y la recogió. Ella le lamió
la mano de nuevo. La llevó afuera y la colocó en el césped. Hacía mucho que
nadie podaba la maleza que la perrita casi desaparecía dentro. Beth tenía razón
por lo de las flores. Se miraban horribles, la mitad de ellas tan muertas como
Marian. Esto, sin embargo, lo hizo sonreír, aunque reírse ante tal comparación
hizo que se sintiese como una mala persona.
El tambaleo de la
perrita fue más notable en el césped. Dio unos cuantos pasos, después bajó el
trasero y orinó.
—No está mal, pero
aún te irás.
Comenzaba a
sospechar que, cuando Beth regrese a Boca Ratón, la cachorra ya no estará con
ella. No, esa visitante no deseada se quedará con él, en su casa a media milla
del puente levadizo que conecta al cayo con tierra firme. No funcionará, nunca
en su vida había tenido un perro, pero mientras encuentre a alguien que se la
quede, le dará algo que hacer además de mirar televisión o sentarse frente al
computador, jugando solitario y navegando esos sitios que alguna vez le
parecieron interesantes cuando se jubiló pero que ahora sólo lo aburrían.
Cuando Beth volvió
casi dos horas después, Lloyd había regresado a su silla y la cachorra a su
alfombra, durmiendo. Su hermana, que la amaba pero que lo había fastidiado toda
su vida, consiguió superarse ya que regresó con mucho más de lo que esperaba.
Sostenía una gran bolsa de comida de perro (orgánica, claro) y un envase grande
de yogurt natural (el cual, al agregar a la comida del perro, se suponía que
reforzaría el cartílago de esas antenas de radar que tenía por orejas). Beth
también compró almohadillas de orina, una cama de cachorro, tres juguetes para
mordisquear (de los cuales dos chillaban como un demonio) y un corral infantil
que, según ella, evitará que salga a merodear por las noches.
—Jesús, Bethie, ¿Cuánto te costó eso?
—Estaba de oferta en
Target —dijo, evadiendo la pregunta como ya sabía hacerlo—. No es nada. Es un
regalo. Y ahora que he comprado todo esto, ¿aún quieres que me la lleve
de vuelta? Si así lo quieres, tú serás el que haga las devoluciones.
Lloyd estaba
acostumbrado a que su hermana le llevase la delantera.
—Le daré una
oportunidad, pero no permitiré que me
cargues con la responsabilidad. Siempre fuiste injusta.
—Sí —dijo ella—.
Con una mamá ausente y un papá como un funcional pero irremediable borracho, lo
tengo que ser. Ahora ¿qué hay de los huevos?
—Está bien.
—¿Ya se orinó en
la alfombra?
—No.
—Lo hará —Beth
parecía encantada con la idea—. No es una gran pérdida, de hecho. ¿Cómo la
llamarás?
Si yo le pongo
nombre será mía, pensó Lloyd. Solo él sospechaba que ya era suya y lo había
sido desde que le lamió la mano. Igual como Marian en su primer beso. Otra
estúpida comparación, pero ¿puedes controlar lo que piensa tu mente? No más de
lo que puedes controlar tus sueños.
—Laurie —dijo.
—¿Por qué Laurie?
—No sé, se me ha
ocurrido.
—Bueno —dijo
ella—, está bien.
Laurie los siguió
a la cocina. Tambaleándose.
2
Lloyd cubrió la alfombra blanca con almohadillas e instaló
el corral en su habitación (pinchándose los dedos mientras lo hacía), después
se fue a su estudio, encendió la computadora y se dispuso a leer un articulo
titulado ¡Así que tienes un nuevo cachorro!
A la mitad del texto notó que Laurie se había sentado a un lado de sus zapatos,
mirándolo. Decidió alimentarla y encontró un charco de orines en el arqueado
pasillo entre la cocina y la sala, a unos quince centímetros de la almohadilla
más cercana. Tomó a Laurie, la sentó a un lado de la orina y dijo:
—Aquí no.
Después la situó
en la limpia almohadilla.
—Hazlo aquí.
Ella lo miró y
continuó su tambaleo de cachorro de vuelta a la cocina, donde se recostó junto
al horno con el hocico apoyado en una pata, mirándolo. Lloyd tomó un puñado de
servilletas de papel. Se dio cuenta que usaría muchos de esos en las próximas semanas.
Una vez limpio el
charco (uno pequeño, eso fue todo), vertió un cuarto de taza de croquetas – la
dosis recomendada, según ¡Así que tienes
un nuevo cachorro! – en un tazón de cereal y lo mezcló con yogurt. La perrita
comió con voracidad. Mientras la veía comer, su móvil sonó. Era Beth, llamando
desde una remota área de descanso en alguna parte de Alligator Alley.
—Debes llevarla al
veterinario —dijo—. Olvidé decírtelo.
—Lo sé, Bethie
—aquello estaba en ¡Así que tienes un
nuevo cachorro!
Continuó hablando
como si él no hubiese hablado, otra característica que conocía muy bien.
—Necesitará
vitaminas, creo, y la medicina para el gusano de corazón, por su puesto, además
algo para las pulgas y garrapatas – creo que es una píldora que tragan con la
comida. Además, necesitará ser castrada. Esterilizada, ya sabes, pero no por
los próximos dos meses.
—Claro —dijo—. Si es
que me la quedo.
Laurie terminó de
comer y deambuló hacia la sala. Con la barriga llena, su tambaleo era más
visible. A Lloyd le pareció que estaba borracha.
—Recuerda sacarla
a pasear.
—Sí.
Cada cuatro horas
según ¡Así que tiene un nuevo cachorro! Lo
cual era ridículo. No tenía ninguna intención en levantarse a las dos de la
mañana para pasear a su invitada no deseada.
La lectura de mentes era otra
especialidad de su hermana.
—Probablemente
pienses que levantarte en medio de la noche será un fastidio.
—Lo he pensado.
Ella lo ignoró, como
sólo Bethie sabía hacerlo.
—Pero si dices la
verdad de que has tenido insomnio desde que murió Marian, no creo que tengas
ningún problema.
—Aquello es muy
compresivo y preocupante de tu parte, Bethie.
—Ve cómo te va, es
todo lo que te digo. Dale una oportunidad a la pequeña —hizo una pausa—. Date a
ti mismo una oportunidad, mientras estás en ello. Me preocupas, Lloyd. Trabajé
en una compañía de seguros por casi cuarenta años y te puedo asegurar que
hombres de tu edad poseen un riesgo muy grande de enfermar después de que la
esposa muere. Y también mueren, claro.
Ante esto, él no
dijo nada.
—¿Lo harás?
—¿Hacer qué?
—dijo, como si no supiese.
—Darle una
oportunidad.
Beth insistía por un
compromiso que Lloyd no se disponía a contraer. Miró a su alrededor, como si
buscase inspiración y encontró un zurullo – una pequeña salchicha solitaria –
exactamente donde había estado el charco de orina, a quince centímetros de la
almohadilla más cercana.
—Bueno, la pequeña
esta ahora aquí —dijo. Fue lo mejor que pudo responder—. Conduce con cuidado.
—65 millas en todo
el transcurso. Me rebasan mucho y cierta gente me pita, pero ya no voy más
rápido, no confío en mis reflejos.
Le dijo adiós,
tomó más papel y recogió la salchicha. Laurie le observaba con sus ojos de
ámbar. La llevó afuera otra vez, donde no hizo nada. Veinte minutos después, cuando
terminó otro artículo sobre crianza de cachorros, encontró otro charco en el
pasillo. A quince centímetros de la almohadilla más cercana.
Se encorvó, con
las manos en las rodillas y la espalda dando su acostumbrado crujido de
advertencia.
—Tienes los días
contados, perrilla.
Ella le miró de
vuelta.
Parecía que lo
estudiaba.
3
Al final de la tarde – después de otros dos charquillos, uno
de ellos en la almohadilla cerca de la cocina – Lloyd tomó la correa y llevó a
Laurie afuera, cargándola como balón de fútbol americano. La bajó y la animó a
recorrer un camino detrás de las casas. El camino lleva a un canal poco
profundo que finalmente llega al puente levadizo. En ese momento el tráfico estaba
detenido a la espera de que el carísimo juguete de algún ricachón cruzara de
Oscar’s Bay al golfo de México. La perrita caminó con su usual andar,
deteniéndose de vez en cuando para olfatear unos arbustos que desde su
perspectiva debieron parecerle como a una jungla impenetrable.
Una desmoronada
pasarela conocida como el Camino de las Seis Millas (por razones que Lloyd
nunca entendió ya que medía al menos una sola milla) se alargaba a un lado del
canal donde su vecino de al lado se encontraba de pie entre dos carteles que
rezaban PROHIBIDO TIRAR BASURA y PROHIBIDO PESCAR. Más lejos había otro donde
se leía CUIDADO CON LOS CAIMANES, solamente la palabra CAIMANES había sido
modificada con pinturas de espray cambiándola a DEMÓCRATAS.
El ver a Don
Pitcher encorvado sobre su estrafalario bastón de caoba y arrastrarse con su
braguero le daba a Lloyd un pequeño pero inconfundible estremecimiento
malicioso. El viejo era un tocadiscos de aburridas opiniones políticas y un
carroñero sin remordimientos. Si alguien en el vecindario moría, Don era el
primero en saberlo. Si alguien en el vecindario sufría dificultades financieras,
también él era el primero en saberlo. La espalda de Lloyd ya no era la misma,
ni sus ojos u oídos, pero aún estaba a años del bastón y del braguero. O al
menos eso esperaba.
—Mira ese barco
—dijo Don cuando Lloyd se acercó a la pasarela (Laurie, quizá temerosa del
agua, se retiró hasta el final de la cuerda) —. ¿A cuánta gente pobre de África
crees que pueda alimentar?
—Creo que ni
siquiera una persona hambrienta se comería un barco, Don.
—Entiendes lo que…
Ah, ¿qué llevas ahí? ¿Un nuevo cachorro? ¡Es adorable!
—Es una perrita
—dijo Lloyd—. La cuido por mi hermana.
—Hola, linda —Dijo
Don, encorvándose y alargando la mano. Laurie se apartó y ladró por primera vez
desde que Beth la trajo: dos agudos y fuertes ladridos, después se calló. Don
se incorporó.
—No es tan
amigable, ¿cierto?
—No te conoce.
—¿Ensucia en todos
lados?
—No mucho —dijo
Lloyd y por un momento se quedaron mirando el barco a motor. Laurie se sentó en
la orilla astillada de la pasarela y miró a Lloyd.
—Mi esposa no
tendría un perro —dijo Don—. Dice que sólo causan problemas y ensucian todo. Yo
tuve uno cuando era un crío, una bella pero vieja Collie. Se cayó a un pozo. La
tapa estaba podrida y cayó hasta el fondo. Tuvimos que sacarla con un… como se
llame.
—¿En serio?
—Sí. Debes tener
cuidado con la carretera. Si sale corriendo, ahí se acaba todo. ¡Mira el tamaño
de ese maldito barco! Un dólar a que se queda varado.
El bote no encalló.
Mientras que el
puente levadizo volvía a su lugar y el tránsito circulaba de nuevo, Lloyd miró a
la cachorra y la vio dormida. La recogió. Laurie abrió los ojos, lamió la mano
de Lloyd y se durmió de nuevo.
—Debo regresar y hacer
algo de cena. Descansa, Don.
—Lo mismo digo. Y
vigila a esa cachorra o morderá todo.
—Ya le he comprado
algunos juguetes para mordisquear.
Don sonrió,
revelando una fila de dientes disparejos que le provocó escalofríos.
—Preferirá tus
muebles. Espera y verás.
4
Esa noche,
mientras miraba las noticias en la televisión, Laurie llegó a lado de su silla
y profirió dos de aquellos ladridos agudos. Lloyd sopesó su mirada ansiosa,
consideró los pros y contras, después la tomó y la acomodó en su regazo.
—Orínate encima y
te mueres —le dijo.
No se orinó en él.
Se durmió con el hocico bajo la cola. Lloyd la acarició distraído mientras
miraba un video hecho con un móvil de un ataque terrorista en Bélgica. Cuando
las noticias terminaron, llevó a Laurie afuera, cargándola de nuevo como balón
de futbol americano. La aseguró con la correa y la dejó caminar al borde de
Oscar Road, donde se agachó e hizo sus necesidades.
—Buena idea —dijo
Lloyd—. Recuérdalo para la próxima.
A las nueve en
punto, forró el corral con una capa doble de almohadillas para cachorro – pudo
ver que debería comprar más al otro día, además de otros tantos rollos de papel
– y la colocó dentro. Laurie se sentó, mirándolo. Cuando le dio un poco de agua
en una taza, ella sorbió por un rato y después se recostó, aun mirándolo.
Lloyd se desvistió
hasta los calzoncillos y se acostó, sin molestarse en correr la sobrecama.
Había aprendido por experiencia que si hacía eso la encontraría en el suelo a
la mañana siguiente, una víctima de sus sacudidas y vueltas en la cama. Esa
noche, sin embargo, se durmió de inmediato y no se despertó hasta las dos de la
madrugada, al sonido de chirriantes alaridos.
Laurie yacía con
el hocico atrapado entre las barras del corral como un recluso aislado en
confinamiento solitario. Había varias salchichas en las almohadillas.
Calculando que a
tal tardía hora habría pocos transeúntes en Oscar Road que se ofendiesen al
avisar a un hombre en calzoncillos con camiseta, Lloyd se colocó sus pantuflas
y sacó a su visitante (así era como aún veía a Laurie). La colocó en la
entrada. Caminó un poco, olfateó una plasta de pájaro y se orinó en ella. Él le
dijo de nuevo que recuerde aquello. Ella se sentó y miró a la calle vacía.
Lloyd dirigió su mirada a las estrellas. Pensó que nunca había visto tantas,
después resolvió que ya debía haberlo hecho, sólo que hacía mucho. Trató de
recordar la última vez que había estado afuera a las dos de la mañana y no
pudo. Contempló la vía láctea, casi cautivado, hasta que notó que se dormía de
pie. Llevó a la cachorra de vuelta a la casa.
Laurie lo miraba
en silencio mientras cambiaba las almohadillas donde se había hecho, pero los
ladridos comenzaron de nuevo tan pronto como la colocó en el corral. Consideró
llevarla a la cama con él, pero de acuerdo con ¡Así que tiene un nuevo cachorro! aquello era una mala idea. La
autora (una veterinaria llamada Suzanne Morris) aseguró sin dudar: “Una vez que
ha iniciado ese camino, le será muy difícil regresar.” Además, no le agradaba la
idea de despertarse y encontrar una de esas pequeñas salchichas marrones en el
lado de la cama donde su esposa había dormido. No solo le parecería una falta
simbólica de respeto, sino significaría cambiar la cama, una tarea que también no
le agradaba porque siempre lo arruinaba.
Se dirigió a la
habitación que Marian había nombrado como su guarida. Muchas de sus cosas aún
estaban ahí, porque, a pesar de las convincentes sugerencias de su hermana de
que lo hiciese, Lloyd no había tenido el valor para limpiar el lugar. Prácticamente
se había alejado de esta habitación desde la muerte de Marian. Incluso le dolía
mirar a las fotografías en la pared, en especial a las dos de la mañana. Pensaba
que a esas horas la piel de una persona era más delgada. No comenzaba a hacerse
más fuerte hasta las cinco, cuando las primeras luces comenzaban a llegar desde
el este.
Marian nunca se
actualizó con un iPod, pero el reproductor portátil de CD que se llevaba dos
días a la semana a su grupo de ejercicio estaba en la repisa arriba de su
pequeña colección de álbumes. Abrió el compartimiento de las baterías y notó
que las triple-A no estaban corroídas. Echó un vistazo a los CD, se detuvo en uno
de Hall and Oates, después buscó Grandes
Exitos de Joan Baez. Colocó el CD y giró satisfactoriamente cuando cerró la
tapa. Lo llevó a la habitación. Laurie detuvo sus quejidos al ver a Lloyd. Pulsó
el botón de PLAY y Joan Baez empezó a cantar “The Night They Drove Old Dixie
Down.” Colocó el CD en una de las almohadillas frescas. Laurie lo olfateó,
después se recostó a un lado, con el hocico casi tocando la etiqueta adhesiva
en donde se leía PROPIEDAD DE MARIAN SUNDERLAND.
—¿Te gusta?
—preguntó Lloyd—. Espero que sí, maldita sea.
Regresó a la cama
y se recostó con las manos metidas en la almohada, donde la tela estaba fría.
Escuchó la música. Cuando Baez cantó “Forever Young,” lloró un poco. Muy
predecible, pensó. Qué cliché. Después se durmió.
5
Septiembre dio paso a octubre, el mejor mes del año en el
norte de Nueva York, donde Marian y él habían vivido hasta su jubilación y en
la humilde opinión de Lloyd (EMHO, como decían en Facebook) el mejor mes allí
en la costa oeste de Florida. Lo peor del calor se había ido, pero los días aún
permanecía calurosos y las noches de enero y febrero aún se encontraban en el
próximo calendario. Muchas de las aves migratorias también estaban en el
próximo calendario y en lugar de abrir y cerrar cincuenta veces al día, el
puente levadizo Oscar sólo detenía el tráfico unas doce o veinte veces. Y había
mucho menos tráfico para detener.
El Cayman Key Fish
House reabrió sus puertas después de un descanso de tres meses y todos los canes
eran bienvenidos a un área conocida como el Patio de los Perritos. Lloyd
llevaba ahí a Laurie con frecuencia, ambos paseando en el Camino de las Seis
Millas a un lado del canal. Lloyd levantaba a la perrita en los lugares donde
el camino estaba poblado por juncos; ella trotaba con facilidad por entre el
palmito colgante mientras que Lloyd tenía que abrirse camino con la cabeza
gacha y el brazo alargado para apartar la maleza más gruesa, siempre temeroso
de que algún roedor saltase a su cabello, aunque aquello nunca había ocurrido.
Cuando llegaban al restaurante, ella se sentaba en silencio a un lado de sus
zapatos a la luz del sol, en ocasiones premiada por sus buenos modales con un
trozo de papa frita del plato de pescado y patatas de Lloyd. Las meseras, todas
encantadas con ella, se agachaban para acariciarle el grisáceo pelaje.
Bernadette, la
recepcionista, estaba en particular fascinada con ella. “Esa carita,” siempre decía, como si aquello
explicase todo. Se arrodillaba junto a Laurie, lo cual le otorgaba a Lloyd una
excelente y siempre bien apreciada vista de su escote. “Oooh, ¡esa carita!
Laurie aceptaba
estas atenciones, pero no parecía desearlas. Simplemente se sentaba, mirando a
su nueva admiradora antes de regresar su atención a Lloyd. Parte de su interés
pudo haber tenido que ver con las papas fritas, pero no todo; miraba a Lloyd meticulosamente
justo como lo hacía cuando miraba televisión. Hasta que se dormía.
Aprendió con
rapidez dónde hacer sus necesidades, y a pesar de la predicción de Don, no
masticó los muebles. Pero sí masticó sus juguetes, los cuales se multiplicaron:
primero en tres y después de seis a una docena. Lloyd encontró una vieja caja para
guardarlos. Laurie iba a esta caja en las mañanas, ponía sus patas delanteras
en su borde y examinaba el contenido como un comprador de Publix evaluando el
producto. Finalmente escogía uno, lo llevaba a una esquina y lo mordía hasta
aburrirse. Después regresaba a la caja y elegía otro. Al final del día se los
encontraba esparcidos por toda la habitación, la sala y la cocina. El último
quehacer de Lloyd antes de ir a la cama era recogerlos y devolverlos a la caja.
No sólo por el desorden, sino porque la perrita parecía tenerle tal aprecio a
inspeccionar cada mañana sus despojos acumulados.
Beth llamaba de
vez en cuando, preguntando sobre sus hábitos alimenticios, recordando los cumpleaños y aniversarios de viejos amigos y familiares aún más viejos,
manteniéndolo al tanto de quién había colgado los tenis. Ella siempre terminaba
preguntando si Laurie aún estaba en periodo de prueba. Lloyd decía que sí hasta
un día a mediados de octubre. Habían regresado del Fish House y Laurie se
encontraba durmiendo boca arriba en medio del piso de la sala, con las piernas
extendidas a los cuatro puntos cardinales. El viento del aire acondicionado
mecía el pelaje de su barriga, y Lloyd se dio cuenta de que era preciosa. No
era un sentimiento, tan solo un hecho natural. Sentía lo mismo con las
estrellas cuando la llevaba afuera para que hiciera el último pis de la noche.
—No, creo que ya
hemos superado la etapa de prueba. Pero si ella vive más que yo, Bethie, te la
llevarás de vuelta – y al diablo con las alergias de Jim – o le encontrarás un
buen hogar.
—Te copio, Pato de
Hule. —Lo de Pato de Hule lo había aprendido en los setentas de una vieja
canción de carretera y lo había repetido desde entonces. Era otra cosa de Beth
que Lloyd encontraba adorable y jodidamente irritante a la vez—. Me alegra que
esté funcionando —bajó la voz—. La verdad es que no pensaba que funcionase.
—Entonces, ¿por
qué la trajiste?
—Era un tiro al
aire. Sabía que necesitabas algo más complicado
que un pez dorado. ¿Ya ha aprendido a ladrar?
—Es más que un
ladrido. Lo hace cuando viene el cartero o los de UPS o cuando Don pasa a por
una cerveza. Siempre sólo dos. Un yark-yark y listo. ¿Cuándo vendrás por aquí?
—Fui la última
vez. Es tu turno de venir.
—Tendré que llevar
a Laurie. De ninguna manera la dejaré con Don y Evelyn Pitcher.
Mirando a su
adormilada perrita, se dio cuenta de que no había forma de que la dejase con
nadie. Incluso en los breves viajes al supermercado se ponían nervioso por ella
y siempre se calmaba al verla esperando en la entrada cuando llegaba a casa.
—Tráela entonces.
Me encantaría ver cuánto ha crecido.
—¿Qué hay de las
alergias de Jim?
—Al diablo con sus
alergias —dijo, después colgó entre risas.
6
Después de las exclamaciones y muestras de cariño hacia
Laurie – quien, además de hacer una parada para aliviar la vejiga, había
dormido todo el camino hasta Boca en el asiento trasero – Beth regresó a sus
acostumbradas prioridades de hermana mayor. Aunque pudo fastidiarlo con muchos
temas (era una experta en eso), su mayor problema esta vez era la doctora
Albright, Lloyd tuvo que ir a visitarla para un chequeo postergado.
—Aunque te miras
bien —dijo Beth—, tengo que decirlo. Tal parece que estás bronceado. Suponiendo
que no se trate de ictericia.
—Siempre cuento
contigo para una opinión alentadora, Bethie. Es solo el sol. Llevo a Laurie a
caminar tres veces al día. A la playa al amanecer, desde el Camino de las Seis
Millas al Fish House, donde como el almuerzo, y de vuelta a la playa en las
tardes. Y a la puesta de sol. A ella no le interesa – los perros no tienen
sentido de la estética – pero yo sí lo disfruto.
—¿La llevas al
borde del canal? Jesús, Lloyd, esa cosa se está destruyendo. Un día de estos se
colapsará bajo tus pies te arrojará al canal, junto con esta princesita.
Acarició la cabeza
de Laurie quien entornó los ojos y parecía que sonreía.
—Ha estado ahí por
más de cuarenta años. Creo que durará más que yo.
—¿Ya has hecho la
cita con el doctor?
—No, pero lo haré.
Ella tomó el
teléfono.
—Hazlo ahora, ¿por
qué no? Quiero verte hacerlo.
Pudo notar en la
mirada de sus ojos que ella no esperaba que aceptase aquello, lo cual fue un
motivo para hacerlo. Pero no el único. Años atrás, había temido ir al doctor;
esperando ese momento (sin duda influenciado por varios programas de TV) cuando
el doctor lo mirase con seriedad y le dijese: tengo malas noticias.
Ahora, sin
embargo, se sentía bien. Cuando se levantaba en las mañanas tenía las piernas
rígidas, probablemente por haber caminado mucho, y su espalda estaba más frágil
que nunca, pero cuando buscó en su interior no encontró nada preocupante. Sabía
que cosas malas podrían crecer inadvertidas en el cuerpo de un hombre adulto durante
un buen tiempo – reptando por todos lados hasta que es tiempo de estallar –
pero nada había avanzado hasta el punto de ser visible: nada de excrementos o
esputos sangrientos, nada de dolores agudos en el estómago, nada de
dificultades al tragar, nada de dolores al orinar. Se dio cuenta de que era
mucho más fácil ir al doctor cuando el cuerpo te decía que no había porqué
hacerlo.
—¿De qué te ríes? —Beth
parecía recelosa.
—Nada. Dame eso.
Quiso tomar el
teléfono, pero ella lo apartó.
—Si en verdad
quieres hacerlo, usa el tuyo.
7
Dos semanas después del chequeo, la doctora Albright citó a
Lloyd para revisar los resultados. Todo estaba bien.
—Su peso es el
óptimo, su presión sanguínea es normal, al igual que sus reflejos. Su nivel de
colesterol ha mejorado desde la última vez que nos dejó tomar una muestra de su
sangre.
—Lo sé, ha pasado
un tiempo —dijo Lloyd—. Quizá mucho.
—De todos modos,
no hay necesidad de ponerte en lípidos, lo cual deberá ver como una victoria.
Al menos la mitad de mis pacientes de su edad los toman.
—Camino mucho
—dijo Lloyd—. Mi hermana me regaló una perra. Una cachorrita.
—Los cachorros son
el concepto de Dios de un perfecto programa de ejercicios. Por otro lado, ¿Cómo
se siente? ¿Te las arreglas?
Albright no
necesitaba ser más específica. Marian también había sido su paciente y aún más
meticulosa que con los chequeos de su marido de cada seis meses – muy proactiva
en todos los ámbitos, esa era Marian Sunderland – pero el tumor que en un
principio la privó de su inteligencia y después la mató estaban más allá de la
proactividad. Había crecido muy profundo. Un glioblastoma, pensó Lloyd, era la
versión de Dios de un calibre .45 al cerebro.
—Muy bien —dijo
Lloyd—. Ya duermo de nuevo. Me voy a la cama cansado la mayoría de las noches y
eso ayuda.
—¿Por la perrita?
—Sí. Sobre todo
por ella.
—Deberá llamar a
su hermana y agradecerle —dijo Albright.
Lloyd pensó que
era buena idea. La llamó más tarde e hizo aquello. Beth le dijo que no tenía
por qué agradecer. Lloyd llevó a Laurie a la playa para dar un paseo. Él miró
la puesta de sol. Laurie encontró un pez muerto y se orinó encima. Ambos
regresaron a casa satisfechos.
8
El 6 de diciembre de ese año comenzó con normalidad, con una
caminata a la playa seguido del desayuno: Gaines
para Laurie, huevos revueltos y una tostada para Lloyd. No había ninguna
premonición de que Dios preparaba su .45.
Lloyd miró la
primera hora del programa Today,
después se fue a la guarida de Marian. Había encontrado un pequeño trabajo como
contable en el Fish House y como concesionario de coches en Sarasota. No había
presión, sin nada de estrés, y aunque sus necesidades financieras estaban
cubiertas, era un placer trabajar de nuevo. Descubrió que le gustaba más el
escritorio de Marian que el suyo. También le gustaba su música. Siempre le había
gustado. Pensó que Marian estaría agradecida de que su espacio sea usado de
nuevo.
Laurie se sentó a
un lado de su silla, masticando pensativa su conejo de juguete, después tomó
una siesta. A las diez y media Lloyd guardó su trabajo y se alejó de la
computadora.
—Hora de merendar,
pequeña.
Ella lo siguió a
la cocina y aceptó un palo masticable de cuero. Lloyd bebió leche y comió un
par de galletas que venían en un paquete de un regalo anticipado de Beth.
Estaban quemadas por debajo (las galletas de navidad quemadas eran otras de las
especialidades de Beth), pero eran comibles.
Leyó un poco –se
esforzaba con la pesada obra de John
Sandford – y se despertó por un tintineo familiar. Era Laurie, en la puerta de
la entrada. Su correa colgaba del pomo y, con su hocico, sacudía de un lado a
otro el broche de metal. Lloyd miró su reloj y vio que eran quince para las
doce.
—OK, está bien.
Le puso la correa,
palpó su bolsillo izquierdo para asegurarse de que llevaba su billetera y dejó
que Laurie lo guiara a la brillante luz del mediodía. A medida que caminaban en
Camino de las Seis Millas, Lloyd vio que Don estaba desempaquetando su
colección navideña de decoraciones de plástico, tan tradicional como horrible:
un nacimiento (sagrado), un Santa Claus gigante de plástico (profano) y una
serie de gnomos de jardín pintados para parecer elfos (al menos Lloyd creyó que
esa era la idea). Pronto, Don arriesgaría su vida al subir por una escalera y
colgar luces parpadeantes, haciendo que el bungaló de los Pitcher se asemejara
al casino flotante más pequeño del mundo. En años anteriores, las decoraciones
de Don le habían puesto triste, pero ese día se río. Debes darle el crédito al
hijo de perra. Tiene artritis, le fallaba la vista y tenía mal la espalda, pero
no se daría por vencido. Para Don era la navidad o nada.
Evelyn salió de la cubierta de atrás. Vestía
una bata sin botones, tenía embadurnada en sus mejillas una crema blanquecina
amarillenta y su cabello estaba alborotado. Don le había contado a Lloyd en
secreto que su esposa había comenzado a zafársele los tornillos un poco y sin
duda ese día daba esa impresión.
—¿Lo has visto?
—gritó Evelyn.
Laurie miró hacia
arriba y profirió su característico saludo: yark, yark.
—¿A quién? ¿A Don?
—¡No, a John Wayne!
Claro que a Don, ¿quién más?
—No lo he visto
—dijo Lloyd.
—Bien, si lo ves
dile que deje de hacerse el flojo y que termine las malditas decoraciones. Las
luces están colgando y los Reyes Magos están aún en el garaje. Ese hombre está chiflado.
Si es así ya son
dos, pensó Lloyd.
—Se lo diré si lo
veo.
Evelyn se inclinó peligrosamente
sobre el barandal.
—¡Ese es un muy
adorable perro! ¿Cómo dijiste que se llamaba?
—Laurie — le dijo,
como lo había hecho muchas veces.
—¡Oh, una perra, una
perra, una perra! —dijo Evelyn en un estilo Shakesperiano y después profirió
una carcajada.
—Estaré contenta
cuando la maldita navidad se acabe, se lo puedes decir también.
Se enderezó (un
alivió; Lloyd no pensaba que hubiera podido atraparla si se hubiese caído) y regresó
adentro. Laurie se puso de pie y trotó a lo largo del entablado, dirigiendo su
hocico a los olores de la comida frita que flotaban en el aire desde el Fish
House. Lloyd dobló con ella, deseando un filete de salmón a la parrilla en una
cama de arroz. Las cosas fritas comenzaban a discrepar con él.
El canal
serpenteaba y el Camino de las Seis Millas serpenteaba con él, doblando perezosamente
su camino, abrazando la orilla sobrepoblada de vegetación. Aquí y allá faltaban
tablones. Laurie hizo una pausa para mirar a un pelícano bucear y salir con un
pez retorciéndose en el saco de su pico, después continuaron caminando. Laurie
se detuvo en un junco asomándose entre dos tablones que se habían torcido. Lloyd
la cargó por su barriga – estaba creciendo mucho para ser cargada como balón de
fútbol. Un poco más allá, justo al frente de la próxima curva, un palmito había
crecido sobre el entablado formando un arco de baja altura. Laurie era lo
suficientemente pequeña para pasar por ahí, pero se detuvo, olfateando algo.
Lloyd llegó con ella y se agachó para mirar lo que había encontrado. Era el
bastón de Don Pitcher. Aunque estaba hecho de gruesa caoba, una grieta surcaba
desde la mitad de la punta de goma.
Lloyd lo levantó y
examinó tres o cuatro gotas de sangre que salpicaba la madera.
—Esto no está
bien. Creo que debemos regre…
Pero Laurie salió
corriendo, tirando la correa de las manos de Lloyd. Desapareció bajo el verde
arco, el mango de la correa repiqueteaba y giraba detrás de ella. Entonces
empezaron los ladridos, no solo el acostumbrado doble ladrido, era una lluvia
de sonidos graves que no pensó que ella podía ser capaz de emitir. Alarmado,
Lloyd gateó entre las palmas, agitando el bastón para empujar los racimos a un
lado. Las ramas regresaban, rasguñando sus mejillas y frente. En algunas de
ellas había gotas y manchas de sangre. Había más sangre en los bordes.
Al otro lado,
Laurie estaba parada con sus patas delanteras abiertas, su espalda se arqueaba
y su hocico rozaba los bordes del entablado. Le estaba ladrando a un caimán. Pringado
de un opaco verde negruzco, era un adulto de al menos diez pies de largo. Miró ladrar
a la perrita de Lloyd con unos ojos sin brillo. Estaba tendido sobre el cuerpo
de Don Pitcher, su hocico desafilado de pala descansando en el cuello de Don
quemado por el sol, sus cortas y escamosas patas delanteras sosteniendo
posesivamente sus hombros huesudos. Era el primer caimán que Lloyd veía desde
que hizo un viaje con Marian a Jungle Gardens en Sarasota, y eso había sido hace
años.
La parte superior
de la cabeza de Don estaba casi perdida. Lloyd pudo ver huesos astillados sobre
lo que quedaba del cabello de su vecino. Una masa sanguinolenta, aún húmeda, se
secaba en su mejilla. Había hilillos como de avena en él. Lloyd se dio cuenta
de que miraba el cerebro de Don Pitcher. Que Don había estado pensando con
aquello incluso hace unos minutos parecía despojar de sentido a todo el mundo.
El asa de la
correa de Laurie se había resbalado a un lado del entablado y había caído al
canal. Continuaba ladrando. El caimán la contemplaba, por el momento sin
moverse. Parecía increíblemente estúpido.
—¡Laurie!
¡Cállate! ¡Cállate, maldita sea!
Pensó en Evelyn
Pitcher de pie en la cubierta trasera como una actriz en el proscenio de un
teatro gritando: ¡Oh, una perra, una
perra, una perra!
Laurie dejó de ladrar, pero continuó gruñendo
desde el fondo de su garganta. Parecía que había crecido el doble de su tamaño,
porque su oscuro pelaje gris estaba erizado no solo en el cogote sino en todo
su cuerpo. Lloyd se dejó caer en una rodilla sin despegar los ojos del caimán y
metió la mano al canal, buscando la correa. La encontró, tiró del asa, se
aferró a él y se puso de pie, sin dejar de mirar a la cosa negro-verduzca que
descansaba sobre el cuerpo de Don. Tiró de la correa. En un principio fue como
jalar un poste clavado en el suelo – Laurie era así de fuerte – pero después giró
hacia él. Cuando hizo aquello, el caimán alzó la cola y la dejó caer, un
porrazo sordo roció gotas de agua e hizo que el entablado temblase. Laurie se
encogió y saltó a los zapatos de Lloyd.
Se agachó y la
recogió, sin despegar los ojos del reptil. El cuerpo de Laurie se sacudía, como
si la atravesara una corriente eléctrica. Sus ojos estaban suficientemente
abiertos como para dejar ver lo blanco alrededor de ellos. Lloyd estaba tan aturdido
por haber visto al caimán a horcajadas sobre el cuerpo sin vida de su vecino
como para sentir miedo y cuando los sentimientos regresaron no era miedo, pero sí
un tipo de rabia protectora. Desabrochó la correa de Laurie de su collar y la
dejó caer.
—Ve a casa. ¿Me
escuchas? Ve a casa. Ahora te sigo.
Se agachó, aún
mirando al caimán (el cual nunca dejó de mirarlo). Había cargado muchas veces a
Laurie como un balón de fútbol cuando era más pequeña; ahora la llevó hacia
atrás, a través de sus piernas y directo al arco del palmito.
No había tiempo de
ver si Laurie se iba. El caimán arremetió contra él. Se movió con increíble y
totalmente inesperada velocidad, enviando el cuerpo de Don a varios pies más
atrás al impulsarse con sus robustas patas traseras. Su boca se abrió,
mostrando sus dientes como una sucia cerca de madera. En su lengua, carnosa y
oscura con tintes rosáceos, Lloyd pudo ver trozos de la camisa de Don.
Lo golpeó con el
bastón, trayéndolo en un movimiento lateral. Golpeó la cabeza del caimán debajo
de uno de sus inexpresivos ojos y quebró la madera por la grieta que tenía. La
parte rota voló y cayó en el canal. El caimán se detuvo por un segundo, como
sorprendido, después continuó. Lloyd pudo escuchar el sonido de sus dientes. Su
boca se abrió, su pata trasera se deslizó sobre el entablado arrancando
astillas grises.
Lloyd no pensó en
nada. Una parte profunda de él lo hizo. Apuñaló con lo que quedaba del bastón
de Don, insertando la parte dentada dentro de la carne blanquecina a un lado de
la cabeza en forma de pala del caimán. Tomando el bastón con ambas manos se
inclinó hacia adelante, poniendo su peso en él y empujando tan fuerte como
pudo. Por un instante, el caimán se alejó a un lado. Antes de recobrarse, hubo
una serie de rápidos chasquidos, como pistoletazos de salida en una carrera.
Una parte del viejo entablado se derrumbó, enviando la parte delantera del
caimán al canal. Bajó la cola, golpeando los bordes torcidos y haciendo saltar
el cuerpo de Don. El agua se sacudía. Lloyd se balanceó y caminó hacia atrás
justo cuando la cabeza del caimán surgió del agua con sus mandíbulas cerrándose
de golpe. Lo apuñaló de nuevo, sin apuntar, pero la punta dentada del bastón
llegó al ojo del caimán. Se fue hacia atrás y si Lloyd no hubiese soltado el
mango curvado del bastón, se hubiese caído al agua.
Se dio media
vuelta y huyó a través del palmito con los brazos extendidos al frente,
esperando a ser mordido por atrás en cualquier momento o ser empujado hacia
arriba cuando el caimán nadase debajo del entablado, plantarse en el mugriento
fondo y abrirse paso hacia él. Salió del otro lado, embadurnado y manchado de
la sangre de Don, sangrando de una docena de arañazos.
Laurie no se había
ido a casa. Estaba a unos metros y, cuando vio a Lloyd, corrió hacia él. Flexionó
sus cuartos traseros y saltó. Lloyd la recibió (como un balón de futbol en un
pase largo) y echó a correr, apenas notó que Laurie se retorcía en sus brazos,
aullando y cubriendo su cara de frenéticas lamidas. Sin embargo, lo recordaría
más tarde.
Una vez que estaba
lejos del entablado y del camino de conchas, miró hacia atrás, esperando a ver
al caimán acelerar hacia ellos sobre el entablado con su inquietante e
inesperada velocidad. Llegó a mitad del camino de su casa antes de que sus
piernas se dieran por vencidas y se sentó. Lloraba y temblaba. Continuaba
mirando hacia atrás vigilando al caimán. Laurie seguía lamiéndole la cara, pero
su estremecimiento comenzaba a disminuir. Cuando sintió que podía caminar otra
vez cargó a Laurie el resto del camino hasta su casa. Sintió dos veces
desmayarse y tuvo que parar.
Evelyn regresó a
su cubierta y caminó fatigosamente hacia su puerta trasera.
—Sabes que si
llevas a un perro de esa forma comenzará a quererlo todo el tiempo. ¿Has visto
a Don? Necesita terminar de colocar los adornos de Navidad.
¿No vio la sangre,
se preguntó Lloyd, o sólo no quería verlo?
—Hubo un
accidente.
—¿Qué clase de
accidente? ¿Alguien chocó con el maldito puente otra vez?
—Ve adentro —le
dijo.
Él se metió a la
suya sin esperar que ella lo hiciese. Le dio a Laurie un recipiente con agua
fresca y bebió con ansias. Mientras ella hacía eso, Lloyd llamó a emergencias.
9
La policía debió haber ido a la casa de los Pitcher una vez
que encontraron el cuerpo de Don ya que Lloyd escuchó a Evelyn gritar. Quizá
esos gritos no duraron mucho, pero a él le pareció una eternidad. Se preguntó
si debía ir ahí, tal vez para tratar de consolarla, pero no se sentía capaz.
Estaba más cansado de lo que pudo recordar, incluso desde la preparatoria después
de una práctica de futbol americano en las tardes calurosas de agosto. Todo lo
que quería hacer era sentarse en su silla con Laurie a su regazo. Ella se había
dormido con el hocico en la cola.
La policía vino y
lo interrogó. Le dijeron que había tenido mucha suerte.
—Además de suerte —dijo
uno de los policías—, pudo pensar con rapidez cuando uso el bastón del señor
Pitcher de esa forma.
—Me hubiese
atrapado si la parte de fuera del entablado no se hubiese desmoronado sobre su
peso —dijo Lloyd. Probablemente pudo haber atrapado también a Laurie. Porque
ella no se había ido a casa. Laurie había esperado.
Esa noche la llevó
a la cama con él. Ella durmió en el lado de Marian. Lloyd durmió muy poco. Cada
vez que se dormitaba pensaba en cómo el caimán se había apoderado del cuerpo de
Don, con estúpida posesividad. Sus negros ojos sin vida. Cómo parecía que
sonreía. La inesperada velocidad con que le había atacado. Entonces acariciaba
a la adormilada perrita a su lado.
Beth viajó desde
Boca al otro día. Lo regañó, pero no hasta que lo hubo abrazado y besado
repetidas veces, haciendo pensar a Lloyd en cómo Laurie le había lamido la cara
cuando emergió de las ramas del palmito.
—Te quiero,
estúpido viejo bastardo —dijo Beth—. Gracias al cielo que estás vivo.
Después recogió a
Laurie y la abrazó. Laurie aguantó aquello con paciencia, pero tan pronto como
la bajó se echó a correr para encontrar su conejo de goma. Lo llevó a un rincón
donde lo hizo chillar repetidas veces. Lloyd se preguntó si estaría fantaseando
con que despedazaba al caimán y se dijo que estaba siendo estúpido. No podías
convertirlos en algo que no eran. Aquello no lo había leído en ¡Así que tiene un nuevo cachorro! Era
una de esas cosas que descubres por ti mismo.
10
El día después de la vista de Beth, un guardabosques del servicio
de Pesca y Vida Salvaje de Florida fue a ver a Lloyd. Se sentaron en la cocina,
y el guardabosques, cuyo nombre era Gibson, aceptó un vaso de té helado. Laurie
se divirtió un rato olfateando sus botas y el dobladillo de sus pantalones,
después se acostó bajo la mesa.
—Hemos atrapado al
caimán —dijo Gibson—. Tiene suerte de estar vivo, señor Sunderland. Era uno
enorme.
—Lo sé —dijo
Lloyd—. ¿Lo han sacrificado?
—No, y se está
discutiendo si es conveniente hacerlo o no. Cuando atacó al señor Pitcher
protegía una nidada de huevos.
—¿Un nido?
—Así es.
Lloyd llamó a
Laurie y ella llegó. La cargó y comenzó a acariciarla.
—¿Por cuánto
tiempo estaba esa cosa ahí? Caminaba con mi perrita por ese maldito entablado
hasta el Fish House casi a diario.
—El periodo normal
de incubación es de sesenta y cinco días.
—¿Esa cosa estaba
ahí todo ese tiempo?
Gibson asintió.
—Sí, casi siempre.
En lo profundo de las hierbas y el junco.
—Viéndonos pasar.
—A usted y a todo
aquel que fuera por el entablado. El señor Pitcher debió haber hecho algo, tal
vez por accidente, que la molestó… bueno… —Gibson se encogió de hombros—. No es
instinto maternal, no sé si pueda llamarse así, pero ellos están programados
para proteger el nido.
—Tal vez agitó el
bastón hacia ella —dijo Lloyd—. Siempre agitaba su bastón. Incluso pudo haberla
golpeado. O al nido.
Gibson terminó su
té helado y se puso de pie.
—Pensaba que le
gustaría saberlo.
—Gracias.
—Seguro. Aquella es
una preciosa perrita. ¿Border collie y qué más?
—Mudi.
— Sí, claro, es
verdad. Y ella iba con usted ese día.
—Delante de mí, de
hecho. Ella lo vio primero.
—Ella también
tiene suerte de estar viva.
—Sí —Lloyd la
acarició. Laurie lo miró con sus ojos color ámbar. Se preguntó, como casi
siempre lo había hecho, qué veía en el rostro que la miraba a ella. Era un
misterio, como las estrellas que veía cuando la sacaba en las noches.
Gibson le
agradeció por el té helado y se marchó. Lloyd permaneció sentado por un rato,
acariciando aquel pelaje gris. Después bajó a su perrita para que fuese a hacer
sus cosas mientras él hacía las suyas. Así era la vida, te atrapa, y lo único
que puedes hacer es vivirla.
En
recuerdo de Vixen
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